miércoles, julio 19, 2006
  2da parte
II

- Deberías estudiar más a tus presas antes de actuar. – Dijo el padre Juan al oírlo entrar en la iglesia.

El cazador no contestó. Se arrastró hasta su lecho y escupió sangre. El sacerdote se acercó y lo ayudó a sentarse. Luego lo desvistió y comenzó a revisar sus heridas. Vendó el torso y aplicó hielo en la mandíbula.

- No está rota – le dijo – pero yo no comería nada sólido por un par de días. Tienes que tener más cuidado, hijo. La próxima vez puede que no sobrevivas. ¿Qué tipo de demonio era esta vez? ¿Un súcubo? Hostia que te ha dejado jodido.

- No tengo idea, Juan. Déjeme descansar.

El sacerdote lo ayudó a recostarse mientras pensaba que el muchacho se jugaba la vida enfrentado a los demonios que él nunca se atrevería a combatir. Se sirvió una copa de vino y recordó su juventud, esa loca época donde creía que la fe destruye al mal y que un crucifijo hiere más que 100 balas. Bebió un trago y recordó su primer enfrentamiento con un ser infernal.

Recién salido del seminario y llegado de España, fue destinado a un pequeño pueblo minero en la costa sur del país. Con toda su ingenuidad, tomó el tren que lo dejó en Villa Juárez, donde lo esperó uno de los fieles para ofrecerle un caballo e ir a su nueva iglesia. Siguieron la ruta de camiones, pero el pueblerino le informó que nadie tenía un vehículo propio, y que la carga se recogía una vez al mes. Luego de dos horas de paso ligero, el poblado se volvió visible. No tenía más de 10 casas, una capilla y la entrada a la mina de cobre. Sobre los lindes orientales, se apilaban toneles de agua y en el barranco que rodeaba el pueblo por el oeste, se olía el fétido aroma a basural. La desolación era ama y señora del lugar, donde ni perros se veían. Preguntando se enteró que se los habían comido.

El comité de recepción estaba formado por el capataz de la mina, su esposa e hija, un hombre que dijo ser el médico y dos señoras mayores. La bienvenida, aunque escueta, fue cálida. Le ofrecieron empanadas y vino patero, que compraban en Villa Juárez. Se enteró de que había treinta trabajadores en la mina; más mujeres, niños y ancianos hacían un total de sesenta y siete. Muchos de ellos compartían casa, porque eran hermanos o primos. Los habitantes no eran muy sociables y no hablaron mucho, salvo para contestar las preguntas que formuló, pero nunca fueron desagradables o irrespetuosos, solamente taciturnos al estilo montañés. Lo dejaron solo y acomodó las pocas pertenencias laborales que pudo traer. Colgó los mantos, acomodó la Biblia y el misal y le sacó brillo al copón. Contó la cantidad de hostias con las que disponía y calculó las requeridas por misa. Luego revisó el vino y, una vez terminados todos lo quehaceres, fue a recostarse.

Los hombres trabajaban en turnos en la mina y las primeras misas fueron poco concurridas, solamente ancianas se presentaban, “mis viejas” como él les decía. El primer domingo, la capilla se encontraba colmada por los habitantes del pueblo. Del primero al último se presentaron mostrando sus mejores galas, que no superaban las de un mendigo de la gran ciudad, buscando conocer al nuevo “curita”. A Juan la multitud le lleno de alegría. Por eso la ceremonia duró más de lo habitual, ya que había aprovechado el sermón para hacer muestra de su habilidad oratoria. Se despidió uno a uno de sus feligreses, que volvieron a su vida cotidiana, mientras que él se encerraba a regocijarse por tan hermoso rebaño.

Pasaron tres semanas hasta que algo extraño ocurrió. Una noche, el capataz de la mina, Don Raúl, fue a visitarlo. La conversación se hizo larga y las copas de vino se sucedían violentamente. El sacerdote despertó al amanecer sentado en el mismo lugar donde había estado tomando con Don Raúl y con un terrible dolor de cabeza. Ese día, Doña Felicia no se presentó a la misa. Ni al día siguiente, ni el otro. Supuso que tal vez había cogido un resfriado, así que decidió ir a visitarla. Golpeó la puerta y Valeria, la nieta de cuatro años de Doña Felicia, abrió.

- Hola. – dijo la niña con la dulzura infantil característica.

- Hola niña. Busco a tu abuela.

La pequeña dudo por un instante y llamó a su madre. Raquel, una mujer de tez quemada por el sol, se acercó a la puerta.

- Raquel, niña, busco a Doña Felicia. Me he imaginado que se encuentra enferma así que pensé en venir a visitarla.

- Padre – contestó Raquel – Doña Felicia viajó a la capital a visitar unos parientes.

- Joder, que me había preocupado por nada. – dijo el sacerdote. Al mismo tiempo la niña se cubrió la boca con la mano y decía – Dijo una mala palabra.

Juan y Raquel sonrieron a la niña, pero el padre pudo observar un gesto nervioso en la mujer que nunca antes había llamado su atención. En vano preguntó si algo le ocurría; la única respuesta que obtuvo era que todo se encontraba bien y que sería el calor, pero cuanto más inquiría, mayor era el gesto de incomodidad de la mujer. Decidió dejar la investigación para otro momento y mientras se alejaba, vio a Raquel sembrando el jardín. A la siguiente semana llegaron los camiones a recoger la carga.

Los vehículos desfilaron por el pueblo y se detuvieron en la boca de la mina. Extrañamente, el pueblo no salió a recibirlos, a excepción de Don Raúl. Cargaron el cobre y sin más se retiraron. El padre los observó circular la calle desde la ventana de la cocina mientras preparaba un estofado para almorzar. Al día siguiente, Raquel ingresó corriendo en la capilla, llorando desconsoladamente.

La abrazó y sin decir palabra alguna, se limitó a esperar que ella fuera a que comenzara la conversación, mientras sentía como se deshacía entre sus brazos. . Finalmente, Raquel hizo presión en su pecho, intentando ingresar a la iglesia, sin parar de llorar. La ayudo a sentarse y le ofreció una copa de vino. Juan se limitó a observarla, esperando.

- Gracias, Padre. – dijo la mujer mientras se secaba las lágrimas con el pañuelo que él le había ofrecido. – Es Valeria, esta muy mal… un animal salvaje la atacó. Esta toda rasguñada... – No pudo contenerse y volvió a llorar. Juan tomó el rosario que le colgaba al cuello y se lo dio, mientras que le sostenía la mano y comenzaba a rezar. Momentos después entró Don Raúl y les informo que Valeria estaba muerta.

Raquel aulló desesperadamente y se abalanzó contra el capataz, que la tomó en sus brazos mientras la mujer lo golpeaba en el pecho. Juan cruzó la mirada con el viejo y dejó el lugar para ir a la casa a cumplir los ritos. Al llegar, encontró a Esteban, el padre de la niña, sentado solo, con la mirada perdida en la nada. No se detuvo y avanzó a la habitación, donde Don Guillermo, el médico, completaba el informe frente al cuerpo cubierto con una sabana.

Estrecharon las manos y el sacerdote intentó correr la manta, pero Don Guillermo detuvo su brazo.

- No es un lindo espectáculo, padre. No se lo recomiendo.

Juan hizo caso omiso y retiró la sabana. El pecho de la niña presentaba incontables y profundos cortes, con pedazos de carne colgando. Los pequeños pezones habían sido arrancados de cuajo y podía verse la cavidad toráxica. Tal vez eso habría amedrentado a muchas personas, pero para el sacerdote, eso pasó desapercibido cuando vio los genitales de la niña destrozados, formando una capa de sangre, tejidos y semen que manchaba la cama. El padre miró con horror al médico, que le dirigió una triste sonrisa mientras terminaba de guardar sus implementos.

- Esto no lo hizo ningún animal, coño, al menos no uno que no sea humano.

- Mejor no ver nada, padre. – contestó Don Guillermo, a la vez que lo tomaba del hombro y muy gentilmente lo invitaba a retirarse del lugar. Salieron de la habitación y Juan se detuvo a contemplar a Esteban, que se encontraba en la misma posición en la que lo había encontrando cuando ingreso a la casa. – Deje que Raúl maneje esto, padre. Él investigará y encontrará al culpable. Usted, mientras, rece por el alma de la niña. – concluyó la charla el médico, mientras se alejaba a su hogar. El sacerdote quedó petrificado en la calle, con la imagen del cuerpo entre los ojos, mientras Raúl llegaba con Raquel. Al día siguiente se enterró el cuerpo, cumpliendo los ritos funerarios.

Pasó una semana sin novedades, hasta que mientras Juan estaba limpiando la iglesia, alguien entró corriendo al grito de que habían atrapado al asesino de Valeria. El sacerdote dejo la escoba donde estaba salió de la capilla y vio que traían a Esteban esposado y golpeado, y que lo llevaban hacia allí. Cuando empujaron al muchacho y cayó de bruces, manchando el suelo con sangre, el padre notó odio en los ojos de la población, que parecía más dispuesta a lincharlo que a algún tipo de juicio.

- Acá esta, padre. Este hijo de puta la mató. – dijo Don Raúl y pateó a Esteban en el estomago. Don Guillermo, al lado del capataz, intentó calmarlo, sin éxito. El muchacho fue escupido, golpeado, e incluso, alguien lo orinó.

- ¡Tranquilos, por favor! Pero hombre, que… ¿cómo sabes tu que ha sido este joven?

- Lo confesó, padre. Ayer a la noche, molió a palos a su mujer y después confesó. Así que se lo traje para que le de la extrema unción antes de que lo colguemos. No queremos que no tenga el pasaporte en el otro mundo. Que tenga la oportunidad que no tuvo la niña.

La incoherencia que escuchaba terminó con la poca paciencia que Juan tenía. Don Raúl vio la furia en los ojos del sacerdote. Y retrocedió.

- ¡Joder! Que aquí no se le dará la extrema unción a nadie. Dejadme solo con el muchacho que yo tomaré su confesión como corresponde, y no por la fuerza como ustedes, cavernícolas. – Tomó a Esteban del hombro y lo ayudo a incorporarse. Don Raúl y mucha gente protestaron e insinuaron llevarse a Esteban a la fuerza, pero el sacerdote parecía asustarlos, y se resignaron, no sin antes arrojar piedras a las puertas de la iglesia.

Una vez solos, le ofreció una copa de vino, al mismo tiempo que esperaba. El muchacho bebió y se tranquilizó. El sacerdote sentía algo extraño. Estaba mareado y le ardía el brazo izquierdo. - Lo único que me falta – pensó - tener un infarto.
- Padre, crea lo que usted quiera, pero yo no la maté. – dijo Esteban. El miedo que tenía lo hacía tartamudear. Sus manos temblaban y cualquier sonido lo turbaba. – Fueron ellos. Hicieron un pacto con el diablo… y ahora me quieren eliminar porque yo me cansé. - El sacerdote sonrió, aunque estaba seguro de que encontraba escuchando los desvaríos de un loco.

- Yo llegué a este pueblo hace seis años, desde Villa Juárez. Allá no hay trabajo y aunque me dijeron que este lugar estaba maldito, siempre me pareció cuento de vieja chusma. Así que deje lo poco que tenía y llegué caminando. Enseguida me dieron un puesto en la mina y una casa. Y por eso me quedé. A los pocos días conocí a Raquel y un mes después nos casamos. No me pregunté cómo fue que acepté, pero algo me obligó. ¿A usted ya lo envenenaron, padre? No, me parece que no, sino ya me hubiera matado.

Raquel me contó que estaba embarazada una semana después de la boda, pero su panza nunca creció. Le pregunte a la matrona y me dijo que no era anormal y que hay veces que a las mujeres el vientre no les crece hasta faltando poco tiempo, pero nunca se hizo más grande ¿Me entiende padre? En esos meses, ella se dedicó a trabajo liviano y a cuidar el jardín. No me dejaba que la ayudara. Cuando nació Valeria, yo estaba en la mina, cumpliendo mi turno. También nacieron dos niños más ese día. Llegué a la casa y un montón de gente estaba en el patio, con mi mujer y mi hija. Algunas plantas se habían marchitado. No se olvide de eso, es muy importante, las plantas marchitas… - sus ojos se perdieron en la nada. Alguien golpeó a la puerta de la iglesia, y Juan se asomó por la ventana. Era Don Guillermo y venía acompañado de dos hombres. El sacerdote decidió no arriesgarse y no abrió.

- ¿Qué necesitan?

- Padre, venimos a buscar a Esteban para el juicio.

- Todavía no terminó la confesión. Cuando finalice, yo mismo lo llevaré a la casa de Don Raúl. Ahora dejadme en paz así puedo concluir con el sacramento.

- Padre – dijo uno de los hombres – no sea estúpido. No cometa la locura de dejarlo escapar. La gente se puede poner medio nerviosa y no creo que podamos controlarla, si comprende lo que le digo. - La amenaza no surtió efecto en Juan. Incluso lo molestó.

- Escúcheme una cosa: no le voy a permitir que venga a la casa del Señor he intente intimidarme. Aquí se respeta la vida y los sacramentos. Ahora si usted quiere que salga y le de una tunda de la que nunca va a olvidarse, délo por hecho. -. El hombre sonrió al oír esto, pero no respondió.

- Juan, haremos algo. Nosotros esperamos acá. Cuando termine abre la puerta y nos lo llevamos. Ya hable con Don Raúl y me prometió que todo sería civilizado y dentro de las leyes. No queremos un linchamiento público. – La voz de Don Guillermo era calma. El sacerdote lo observó con detenimiento y concluyo que le estaba diciendo la verdad.

- Perfecto, Don Guillermo. Ahora si tienen a bien permitirme continuar… - Y cerro la ventana. Cuando volvió a la habitación, Esteban lo miró a los ojos. Juan pudo ver resignación y paz.

- Padre, lo estoy poniendo en peligro. No debería hablar más.

- No, muchacho. Por favor, continua. – Le causó gracias decirle muchacho a Esteban. Probablemente no tendría más años que el propio sacerdote, pero era una costumbre que se había hecho.

- A Valeria la mataron para cumplir con su parte del pacto. Una vez al mes se lleva a cabo el rito que cuesta una vida. Siempre son viejos o niños, nunca alguien que produzca. Los únicos exentos son Don Raúl, Don Guillermo y sus familias. Los demás estamos todos marcados. Yo me enteré de todo esto después de vivir un año acá. Una noche me llevaron para que viera. A la vez siguiente me obligaron a participar… Me guiaron por la gruta prohibida. Dicen que se puede derrumbar pero en realidad es el camino al altar… Tendría trece años… pobre chica. La ataron a una piedra, la desvistieron y comenzaron a violarla. Todos los hombres del pueblo participaron. Le arañaban las tetas hasta que le arrancaban pedazos. Sangre, leche, todo se mezclaba. Los gritos… eran desgarradores. No me quedo más opción que participar… y la última fue mi pobre Valeria… y Doña Felicia… ella quería contarle a usted lo que pasaba pero la detuvieron. El diablo nos compra el cobre a cambio de los sacrificios, y de los niños…

El sacerdote, convencido de la locura del muchacho, le ofreció otra copa de vino. Luego colocó el rosario en su mano y comenzó a orar.

- El Padre Fernando se enteró de lo que pasaba, pero no pudo hacer nada. También lo mataron. Usted tiene que irse, escapar. Busque ayuda, alguien que pueda detener esto. No lo haga por mi, yo ya me vendí, pero hay niños que no tienen la culpa, no importa como hayan nacido.

De repente, la puerta de la iglesia cayó y diez hombres entraron armados con palos. Cuando Juan intentó interponerse, lo golpearon en la cabeza, noqueándolo.

Despertó en plena noche. El silencio era absoluto. Toco su frente y notó sangre seca. Fue al baño y se lavó, mientras contemplaba la magnitud del corte. Después, salió. El torso de Esteban colgaba del cuello, sus piernas estaban a tres metros, todavía unidos por el intestino. Y la visión hizo que la conciencia del sacerdote se desvaneciera.

Volvió en sí en una cama. Miró a su alrededor y estaba solo. Trató de incorporarse pero su espalda le dolía. Intentó contener el quejido del dolor inesperado, pero le fue imposible, y momentos después, Don Guillermo entró por la puerta.

- Padre, cuanto me alegro que esté consiente. Se golpeó la espalda con una piedra, así que va a dolerle unos días. – Se acercó a las piernas y comenzó a movérselas, al tiempo que preguntaba si tenía dolor y si las podía sentir. – Le debo una disculpa, Juan. Yo le aseguré que no ocurriría un linchamiento, pero me fue imposible contenerlos. No se preocupe por el golpe en la cabeza. No esta infectado. Ahora descanse, más tarde vendré a traerle comida.

Pasó dos semanas en absoluto reposo. Intentó en vano incorporarse y cada día recibía un reproche de Don Guillermo. Cuando por fin pudo levantarse, con la ayuda de un bastón, Don Guillermo lo acompañó a la iglesia, donde su esposa y la de Don Raúl tenían todo impecable. Agradeció las atenciones y volvió a su vida normal.

La inconclusa confesión con Esteban no dejaba de torturarlo todas las noches. Recordaba la historia a la perfección. Consideraba que era el delirio de un condenado, pero había algo que le decía que era verdad. Se cuidó de mostrarse distinto ante cada uno que lo visitaba. Mantenía el uso del bastón y acusaba dolores. Se acostaba antes que se pusiera el sol argumentando que la espalda no le daba respiro y que prefería pasar más tiempo recostado. El primer domingo posterior a su recuperación, la misa fue dedicada a la memoria de Valeria y de Doña Felicia. Luego de la ceremonia, se acercó a Raquel.

- Niña, no me habías dicho nada del fallecimiento de Doña Felicia. – Esperó la reacción de la mujer. La tomó por sorpresa y no pudo disimularlo.

- Fue muy repentino… mientras usted estaba en cama.

- Pobre muchacha, cuanto lo siento. Que mala suerte te ha tocado, pero recuerda, Dios no nos da una cruz más pesada de la que podemos cargar. – le dijo y la abrazó. Pero internamente supo que la historia de Esteban no era tan fantasiosa como creía.

Esperó y calculó. Cuando llegaron los camiones, mantuvo su postura de normalidad, pero sabía que esa noche sería el ritual. Antes del anochecer, Don Raúl lo visitó. Lo recibió acostado, cubierto con una manta hasta el cuello. Conversaron sobre sus dolores, lo bien que había ido la venta y lo desgraciada que había sido la pobre Raquel. Lo despidió en pijamas en la puerta y cuando llego la noche, cambió sus ropas y salió a escondidas de la iglesia. El pueblo parecía muerto y se deslizó en las sombras. Vio luz en el jardín de una de las casas que daban a las reservas de agua y se acercó.

Escondido tras los toneles de agua, Juan contempló a toda la familia reunida en el jardín, rodeando una inmensa flor gris, de pétalos alargados, cerrada en forma de punta. De ella comenzó a caer un espeso líquido que le pareció negro y que burbujeaba al tocar el piso. La emoción en las caras que se deformaban lo horrorizó más. De repente, el tallo de la planta comenzó a engrosarse y el flujo se hizo más intenso. Los pétalos comenzaron a temblar cual latido y se hinchaban lentamente, pero no perdían su posición enconada. Por fin, el bulto llegó al final de su camino, y un grito de dolor pareció salir de la planta mientras arrojaba algo al suelo. Los espectadores se acercaron y cortaron algo que colgaba de la flor, que se marchitaba. Y un segundo después, se escucho el llanto de un niño. Juan no pudo contenerse y vomitó.

Nadie pareció notarlo. Minutos después el pueblo entero se encaminaba a la mina. Cuando todos entraron, se escabulló y tomó el camino que Esteban le había señalado. Se guió apoyando su mano en la pared. A hurtadillas, llegó a una abertura donde veía luces. Un anfiteatro natural se formaba y en el centro, en un altar, había una muchedumbre de hombres desnudos, que se abalanzaban desesperados contra el. Pudo ver que una anciana estaba atada a la piedra y que era constantemente violada. Al mismo tiempo, la golpeaban y e clavaban las uñas en el pecho y el vientre. Detrás, una sombra emergía de la nada, y una figura se hacía sólida.

Juan no pudo contenerse, y se abalanzó contra la gente, que no lo detenía. Comenzó a apartar a los hombres de altar, propinándoles puñetazos y patadas. Ninguno se defendió. El sacerdote vio en sus ojos que no eran concientes de lo que hacían. Y cuando llegó a la mujer, algo lo incitó a formar parte del acto.

Luchó con toda su voluntad. Pero la tentación era demasiado grande. Y escucho la voz.

- Vamos Juan. Únase. El Padre Fernando no pudo contenerse y luego se suicido. Una exquisitez. No sea usted menos.

Levanto los ojos y vio a Don Guillermo, pero su rostro era distinto. Sus mejillas tenían pústulas, un solo ojo dominaba su frente y su lengua colgaba sin control de su boca, terminando en punta. Tomó el rosario que colgaba en su pecho y lo apuntó contra el demonio. Este rió y se lo arrebató de las manos, colocándoselo luego. Y en un acto de desesperación, Juan estrelló su puño contra el cuello de la anciana, rompiéndole la traquea.

El demonio lanzó un alarido. El pueblo cayó de rodillas. Y Juan corrió. Salió de la mina y cruzó el pueblo. A su alrededor, escuchaba el alarido de las plantas de niños que parían deformes e inconclusos fetos que aullaban al tocar el suelo y morían, profiriendo olor a podredumbre. Un niño salió de su casa gritando y se le cruzó en el camino. Empezó a deshacerse frente al sacerdote. Pero él simplemente escapó.

El quejido de dolor del cazador lo devolvió de sus recuerdos. Noto que su mejilla estaba húmeda. Sacó un pañuelo y se limpió el rostro. Se acercó y vio que su amigo dormía. Y en silencio dejo la iglesia.





Esperó para asegurarse que el sacerdote no volvería, se levantó y entre la paja que le hacía de cama buscó el látigo. Se arrodilló y comenzó a flagelarse, con la imagen del niño del prostíbulo en la mente.
 
domingo, julio 16, 2006
  Algo que escribí hace mucho
I. El Cazador

Prendió un cigarrillo, de esos sin filtro que tanto le gustaban, y miró el reloj: doce menos cuarto. La llovizna apenas lo mojaba, pero busco cobijo bajo el alero de una zapatería de moda. Vio pasar un par de policías que estaban demasiado abrazados como para detenerse a preguntarle que hacía ahí. De cualquier forma: ¿qué les iba a responder? ¿Qué estaba esperando a que el demonio saliera del prostíbulo? No, no le creerían, pero se tranquilizó cuando los oficiales se besaron y no prestaron atención a su figura.

Mentalmente revisó su equipo: agua bendita, ajo, pétalos de rosas, una escopeta, un 38. cargado con balas de plata, un crucifijo y un alma pura. No estaba seguro de que tipo de demonio tenía que enfrentar, pero el mensaje había sido muy claro como para no comprenderlo: Calle Libertad 1254, piso 3, departamento 8, un prostíbulo de menores donde a las doce de la noche en punto se abrirá la puerta y saldrá un demonio corruptor que hay que eliminar como a tantos otros.

Recordó que su primer misión resulto fácil. Un magnate financiero había pactado con un demonio menor a cambio de que se aprobara la ley que e aseguraba una ganancia del doscientos cincuenta por ciento. Simplemente se limitó a ingresar a su oficina y volarle la cabeza. Nada complicado, incluso el escape se facilitó con la ayuda de un par de empleados iluminados. Luego vinieron súcubos, íncubos y algún que otro esbirro menor.

Pero esta vez era distinto. No tenía información de su blanco, ni siquiera una mínima descripción física. Y esto lo atemorizaba. Era un suicidio atacar sin saber a que tipo de demonio se enfrentaba, pero el tiempo apremiaba y él no era quien para discutir el contrato. Simplemente, lo iba a hacer y punto.

El primer contacto con “los blancos” fue extraño y orgásmico. En la habitación acolchonada del sanatorio se encendió una luz azul, y una voz profunda le explicó cual era su misión en la Tierra. Al principio pensó que las pastillas habían hecho un efecto inverso y ahora sus visiones se habían tornado apocalípticas, pero cuando vio la verdadera apariencia de sus captores, sintió que el corazón le estallaba de felicidad al saber que esa voz no era una alucinación y que los psiquiatras eran indefectiblemente demonios que lo apresaban para destruirlo lentamente.

Y escapó. Tuvo que eliminar a un par de enfermeros semi demoníacos, pero no se arrepentía de ello. Primero se escondió en el puerto y luego en una iglesia abandonada, donde “los blancos” le explicaron su naturaleza angelical y le dieron su primera misión.

Tiró la colilla del cigarrillo y levantó la mirada hacia la ventana del tercer piso. Un chico de diez años estaba asomado, mirando la nada, como buscando un escape a su sino. El cazador se enfureció. Ningún niño merece que su inocencia sea destruida. Miro el reloj: doce menos tres. Faltaba poco. De repente, una sombra se acerco al niño por la espalda y el alarido de dolor escapó de sus labios. Mientras lo penetraban, la cara del infante se desfiguraba hasta que su rostro se transformó en una informe mascara de carne.

Pensó en dispararle para que ya no sufriera, pero recordó que tenía una misión, que era más importante para el bien global y que no podía desperdiciar su oportunidad. Y sus lágrimas se mezclaron con la llovizna.

Nuevamente repasó su inventario, intentando sacar el rostro del niño de su mente. Cuando levanto la mirada, el niño ya no estaba, pero una sombra atravesó la ventana. Prendió otro cigarrillo y se limitó a esperar. Minutos después alguien se acercaba a la puerta del edificio.

Tomó la escopeta y se preparó. La figura abrió la puerta y salió. El cazador dejo su lugar y se apresuró a cruzar la calle. Levantó el arma y se dispuso a disparar. El hombre lo vio y, con miedo en sus ojos, giro su cuerpo, dejando caer su sobretodo. La sotana se enredo en sus pies y cayo al piso, mientras el cazador apretaba el gatillo. El disparo lo impactó en el pecho.

El estruendo despertó a los vecinos, que se abalanzaron contra las ventanas. El cazador se acercó a la presa y vio al sacerdote mal herido.

- Un demonio menos. – pensó.

Escondió su escopeta y comenzó a alejarse. Las sirenas comenzaron a escucharse, pero él ya estaba a dos manzanas del lugar y por llegar a la boca de alcantarilla. La abrió y cuando estaba por bajar, algo lo empujo, haciéndolo caer al pozo.

El agua estancada con heces y orina se metió en su boca. Intentó pararse, pero algo le ponía presión en la espalda. Le faltaba el aire. El agua lo asqueaba y le daba nauseas. Se estaba ahogando y no podía liberarse. De repente se sintió libre y se levantó, vomitando e intentando tomar aire desesperadamente. Giró y vio al sacerdote parado frente a él, pero con su verdadero rostro. La pera sobresalía de la cara en tres centímetros y sus ojos estaban completamente juntos. La nariz asemejaba a la de los cerdos y su boca no podía cerrarse, mostrando cuatro filas de puntiagudos colmillos.

El demonio lo pateó en el vientre, arrojándolo contra la pared. Intento incorporarse, pero recibió un puñetazo en el rostro que le fracturó la mandíbula. La sangre mancho la pared y el maligno ser pareció regocijarse con el olor. El cazador busco desesperadamente algo con que defenderse y tomó el agua bendita que llevaba escondida en su saco, y cuando el monstruo se le arrojó encima, le partió el frasco en la cabeza.

Los gritos de la criatura lo ensordecieron, pero sabía que no tenía tiempo que perder. Busco la escopeta pero esta había caído demasiado lejos. Entonces metió la mano en su bolsillo, rogando al cielo que el 38. siguiera ahí. La suerte le sonrió, y el disparo atravesó la frente del demonio.

Se incorporó como pudo, chorreando sangre y con dos costillas rotas. Sacó el cuchillo de su bota y se dispuso a completar el ritual. Primero cortó la garganta y arrancó la nuez de adán. Luego seccionó las manos y finalizó con los genitales. Y los comió crudos. Se pregunto como podía abrir la boca para hacerlo, con su mandíbula en ese estado, pero por algún motivo, no sentía dolor y pudo cumplir con el rito.

La luz azul invadió el lugar y “los blancos” tomaron los restos del demonio.

- Otro buen trabajo. – Le dijeron mientras desaparecían. Y el cazador comenzó a arrastrase a su morada.
 
martes, julio 11, 2006
  Uno que encontré en el baúl
Exento

Si bien uno, en su condición de periodista, debe tender obligatoriamente a la objetividad, gran mentira universal ya que todo lo que el hombre hace es subjetivo, no se está exento de las alegrías. En mi caso particular, soy simpatizante de dos equipos de Buenos Aires: Boca Juniors y All Boys. El primero un poco por mi abuelo que no faltaba ningún domingo a la cancha. El segundo porque era el equipo del barrio.

Esta historia transcurrió hace un tiempo atrás, cuando Boca se coronó campeón de la Copa “Toyota” Libertadores de América. Yo me junté en la casa de un amigo a verlo. Picadita va, cerveza viene, golazo de Tévez y casi perdemos a uno que se atragantó con un pedazo de salamín. Nervios totales, los más fanáticos recordando el árbol genealógico del Chelo Delgado, los tranquilos, discutiendo de táctica y estrategia.

Terminó el partido y los cohetes, cañitas voladoras, gritos y cantitos no se hicieron esperar. De manera inmediata, nos subimos al auto para llevar a Gisella, la novia del que manejaba, a su casa, previo paso por el centro, donde el azul y oro tornaba la noche con sus colores. Llegamos y luego regresamos a donde los festejos dominaban la situación. “El que no salta no va a Japón”, “es para vos, gallina….”, y el nunca infaltable: “un minuto de silencio, para River que esta muerto…” eran los top ten del día. Todo era algarabía, fiesta, felicidad, jolgorio, sonrisas, cantitos y carteles.

Doblamos una esquina, y entre tanto grito, festejo y papelitos, dos chicos, de entre 8 y 10 años, revisaban una bolsa de basura buscando las sobras del festejo de otros. Y uno no esta exento… de vez en cuando la realidad se encarga de hacértelo acordar.

 
  Dos cuentitos sobre La Muerte
1

Se detuvo a recuperar el aliento. Su edad le pesaba como un bulto cada día más grande. Hacia años que era el cura párroco del pueblo. Había visto ir y venir a cientos de jóvenes que en su esperanza de hacerse ricos, emigraban a Buenos Aires y volvían aun más pobres de lo que se había ido. Si es que volvían. Muchos no regresaban jamás por su propio ego, que les impedía enfrentar a sus familiares y amigos. No es que nadie fuera a recriminarles algo, todo lo contrario. Eran ellos mismos los que de alguna manera se reprochaban.

Levanto sus ojos para ver la plaza. La vio como en sus mejores épocas: los jardines perfectamente cuidados, con el césped corto, los árboles en flor y el olor del manzano que adornaba el costado de la glorieta en el centro de la Plaza. El techo era de arce hermosamente adornado por dos enredaderas. Sus parantes eran de hierro fundido en fragua y luego vuelto a formar, como un trabajo perfecto de un escultor exquisito. Los bancos de madera barnizada y de apoya brazos de metal pintado de blanco, donde tantos enamorados compartían sus tardes.

Los enamorados, pensó. Incluso el se había enamorado más de una vez. Para ser exactos, una vez por década. El sabía muy bien que no estaba exento a eso. Más allá de su vocación nunca dejó de ser humano. Pudo manejar todo con el tacto suficiente. Nadie se dio cuenta nunca de sus amores. Y por eso todavía estaba ahí, en el pueblo.

De repente, vio la realidad de la plaza. El techo de la glorieta hacía años que había desaparecido. La gran tormenta lo voló. Los metales estaban roídos por el óxido. La maleza cubría todo. El manzano había muerto y su hermoso aroma era remplazado por el del cardo.

Y al fin lo entendió. No era la plaza la que había muerto. Era el pueblo. La desaparición del ferrocarril obligó a muchos a irse. Finalmente solo él quedo, el cura. Solo él para cuidar del templo, del camposanto y de la memoria del pueblo. Solo él, hasta el último día.

2

- ¡Otra copa! – dijo el borracho.

- Creo que ya tomó suficiente. – contestó el cantinero.

- Yo sabré cuando tomé suficiente. – respondió el borracho.

Le sirvió otro vaso de whisky. Hacían horas el aquel hombre estaba tirado en la barra, tomando sus penas. No hablaba, solamente tomaba. No era anormal. Todas las noches el bar se llenaba de estos seres. Los “bebedores de penas” como a él le gustaba llamarlos. Ya estaba muy acostumbrado a estos: llegaban temprano, bebían hasta cerca del amanecer y luego se retiraban mudos, para no volver nunca más.

Limpió los vasos usados y cambió el canal del televisor. Un documental sobre la vida y obra de un bombero forestal lo aburría desde que abrió el local. Puso el canal deportivo, donde estaban dando un partido de polo. Nunca le gustó el polo, deporte de ricos según él, pero era bastante mejor que las aventuras de bombero.

- ¡Otra!

- Hombre, a este paso no va a llegar vivo a la mañana.

- Tal vez no quiero llegar vivo.

- Vamos, nada puede ser tan grave.

- Tal vez para usted nada pueda serlo, pero para mí si. Usted no sabe lo que es vivir rechazado constantemente por lo que uno hace.

- ¿Y usted se dedica a…?

- Soy la muerte.

Rió. Esta si que es nueva, pensó. En todos sus años había visto gente que se adjudicaba robos, violaciones, infidelidades, amoríos y desamoríos, pero nunca nadie se había tildado de la muerte.

- Así que usted es la muerte. Y entonces: ¿por qué tan triste?

El borracho levantó los ojos y lo miro fijamente.

- Porque los humanos no me entienden. Si me llevo a alguien demasiado anciano, se enojan. Si me llevo a alguien demasiado enfermo, se enojan. Si era demasiado joven, reniegan de mí e intentan condenarme. Ni le cuento cuando me llevo a un niño.

- Bueno, lo que pasa es que a nadie le gusta ver partir a sus seres queridos. Es triste.

- ¿Triste para quién? ¿Para el que se va o para el que se queda? El problema es de los vivos, no de los muertos. Ellos solamente son dirigidos a donde les corresponda. Los vivos son los que se desesperan y se retuercen pensando si hay vida más allá o no. Los muertos me siguen y punto. No dicen nada. Es más, muchos se alegran de verme. Imagínese a una persona que hace años sufre de algún tipo de enfermedad terminal, que le produce los mayores dolores que hayan sido experimentados por nadie. Apenas llego se siente como si esa persona me abrazara y me dijera: “Por favor, vamos”. Y alegremente me acompaña. Pero aquí quedan los amigos, parientes, enemigos, deudores y acreedores, y todos tienen una buena razón para enfurecerse conmigo. Todos me culpan de su enfermedad. Pero yo no fui quien los obligó a fumar. Yo no soy el que inventó el virus del sida o el cáncer. Pero claro, la culpa es siempre del que no se puede defender. Pero lo peor es cuando debo llevarme un niño. No me mal interprete. Yo entiendo el sufrimiento, sino no estaría aquí. Entiendo que los padres lloren y se desesperen. Pero hay veces que debo hacerlo.

- Pero un niño…. Como que uno espera que tenga la vida por delante. – dijo el cantinero.

- Lo sé, pero: ¿que vida? Mire a su alrededor. Lo único que este mundo puede ofrecerle a un niño es corrupción. Todo está corrupto. El alma de esos niños se mancha muy rápido, y no hay jabon en polvo o químico que se las limpie. Los llevo para conservarlos en esa pureza que ya nadie va a poder quitarles. Vivirán inmortalmente en la memoria como algo puro, sensible e inocente.

Después si era un adolescente también lo mismo. Claro, el señorcito anda a 200 Km. por hora y por supuesto la culpa es mía. – calló por un instante. El cantinero lo vió y sintió lástima por él o ella. Le sirvió otra copa. – No, gracias. Ya tomé suficiente. Es hora que vuelva a mis funciones. Le agradezco que me haya escuchado.

- No hay porque. La casa invita.

- Gracias. Espero que mi perorata lo ayude a entenderme. Nos veremos pronto.

Y salió del bar.
 
sábado, julio 08, 2006
 


El Sumo Sacerdote

Veo la desolación a mí alrededor y aun así no me arrepiento de mis actos. La arena baila rodeándome, martillando mis sentidos, culpándome por la muerte de los que confiaron en mí. Tomo la cantimplora de cuero que cuelga de mi cinto y permito que el agua bañe mi garganta, refrescando el cuerpo, pero no la mente. Trato de convencerme que hice lo mejor para todos, el mayor sacrificio en pos del bien común. Pero las voces de mis ancestros me recriminan su destrucción, su olvido, su futuro sin sentido.

Cuando llegó el blanco ofreció paz, prosperidad, entendimiento. Eran palabras que no comprendí, mi lenguaje no las incluye, eran innatas a nuestra condición y uno no pone nombres a aquello que no tiene opuesto. Pero este fue descubierto dentro del significado de los actos del invasor: paz representa muerte, prosperidad equivale a esclavitud y entendimiento es similar a evangelización y olvido.

Los grandes guerreros de la zona decidieron no aceptar la oferta. Bajo el liderazgo de Uktulu reclamaron sus tierras de caza, eliminando todo lo que se interpusiera en el camino. Volvieron felices y con alimento suficiente para sobrevivir el Jucurumu. Estúpidos, dos veces estúpidos… sangre se mezcló con las lágrimas de Haraké…

Yo no creo haber sido un gran rey. Nunca fui juzgado, como mi antecesor, pero algunos deben pensar que me lo merecía. Su majestad Jogú demostró su incapacidad al mandar a la muerte a sus más bravos guerreros en pleno Jucurumu. La diosa no acepta que en la temporada de descanso se rompan sus designios y fueron absorbidos por Sobek en su seno. Por lo tanto el rey fue juzgado y enviado a dormir… nunca se supo que necesito ayuda de Uktulu… un golpe rápido, seco… y Jogu se unió al Bilok.

Si los dioses me hubieran otorgado el don de oír el mañana, hubiera declinado el ofrecimiento… tal vez no tuve el carácter o la inteligencia o el corazón… siempre fui un inútil. Debe haber existido otra solución... pero yo solo vi esa… y condené a los míos. Y ahora Haraké llora por mis ojos. Pero era la única manera… la que la señora me mostró… la que no alimentaba al lagarto…

Los invasores respondieron en pleno Jucurumu, pero la diosa no los castigó y Sobek no se interpuso en su camino. Sin piedad masacraron a los guerreros… Uktulu y los suyos pasaron a formar parte de Curtuek, pero dejaron abandonados a sus seres queridos… los dejaron a su suerte… a mi cargo.

Oré a Haraké por guía, invoqué a mis antepasados por consejo, intenté volver a los guerreros del más allá, privándolos de su descanso en pos de salvar a los que alguna vez los amaron, pero todo fue inútil. Resignado, me preparé para ir a dormir junto a Jogú… y mientras me hundía en el abismo de Bilok, tuve la única visión que Haraké me ha enviado.

Estaba solo en el desierto. Frente a mí, mis ancestros y sus ancestros esperaban una palabra de mis labios. A mi espalda, mi tribu viva aguardaba a que los invasores descargaran su golpe de gracia. De repente todo me fue claro… una sola opción… un solo camino… una sola muerte…

El que creí rey me ofreció movernos a la ciudad y acepté de buen agrado. Abandonamos nuestros hogares, nuestras ropas, nuestras tradiciones y los niños conocieron a un dios muerto en troncos, que vuelve de la muerte para volver a ir a ella… Desde aquel día no somos reyes de nada, somos vasallos del todo. Los jóvenes no conocen sus raíces, los ancianos no quieren recordarlas, y yo, única memoria de los sucesos, no quiero mirarlas a los ojos, porque se que aunque su muerte salvara todas nuestras vidas… nuestras vidas no son nada desde su muerte.




Poema sin Nombre

Una herida se abre en el cielo
Y la sangre brota a borbotones
espesa
desde una nube violeta,
que se aclara a medida que la roja lluvia
Baña la tierra de dolor
Hasta convertirse en clara agua

Mientras,
un niño
Muere de hambre en Brasil,
10 fallecen en un atentado terrorista
4 se suicidan por no tener motivos
un fanático se inmola
y Dios sonríe al ver tantos Cristos.
 
martes, julio 04, 2006
  La Maquina de Triturar Poesia
15 de Marzo de 2403

Querido Diario, hoy casi nos descubren. Así que he decidido quemarte, pero no sin antes escribir mis últimos pensamientos, más como una especie de liberación que como un legado a alguien. No existe ese alguien. Este libro no llegara a nadie.

Desde que la literatura quedó en mano de los “Grandes Sabios”, el acceso a está se dificultó más y más cada año. No es que fuera imposible comprar libros, sino que todos habían sido “clasificados” según dicha entidad, que: “Protege los conocimientos y asegura que solo accederemos a aquellos que no contaminen el alma de los seres humanos”. Más difícil es, claro está, poder ganarse la vida como escritora. Pocos son los autorizados a publicar, y menos los que aun así logran pasar el profundo escrutinio de los sabios.

Para lograr la autorización, hay que inscribirse en un concurso anual, donde se pone en juego el propio futuro en la profesión. Si el trabajo es electo, se obtiene la gloria, fama y, por consecuencia, el dinero. Caso contrario, una es reubicada en otra profesión donde pueda explotar al máximo los potenciales que ellos ven en cada persona. La derrota no solo significa el final de la esperanza, sino también de la obra, que indefectiblemente pasa por la “Maquina de Triturar Poesía”, como vulgarmente se la llama.

Tuve la desgracia de presentarme a este concurso, junto a algunos grandes escritores de estos tiempos, a mi humilde entender. Durante cinco años preparé mi libro. Reconozco que no era nada de otro mundo. Era la historia de un sacerdote sin fe que se enamora de una mujer que resulta ser un ángel, y de ahí en más estaba repleto de pensamientos filosóficos poco profundos y hasta rebuscados. Pero era mi libro.

Llegué justo para el concurso de poesía. Tres muchachos y una señorita esperaban la aparición de los sabios, quienes, luego de los trompetazos pertinentes, se hicieron presentes y tomaron sus lugares. Sin mayores preámbulos procedieron a explicar el formato del concurso y dieron la señal al primero de los jóvenes para que comenzara. Transcribo el poema que leyó porque tocó algo en mí.

PUEDO escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oir la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos
árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve entre mis
brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

¿Hermoso, no? Inmediatamente el público presente empezó a manifestar su opinión respecto al poema:

- ¡Trituradora! ¡Trituradora! ¡Trituradora!

Los sabios se reunieron en consejo y finalmente se escucho su decisión:

- Es muy bonito, pero poco constructivo. Lo siento.

Entre los gritos y pataleos del autor más la gente que festejaba, dos soldados tomaron el poema y sin más, lo pusieron en la maldita maquina. Esta es redonda, de color grisáceo y hace mucho ruido al trabajar. El aparato engulló los papeles y, casi en segundos, por debajo de ella salió un rollo perfecto de papel higiénico. El pobre muchacho se fue desolado mientras llegaba el turno del segundo que, sin dar tiempo a nada comenzó:

¡Recibe en la frente este beso!
Y, por librarme de un peso
Antes de partir, confieso
Que acertaste si creías
Que han sido un sueño mis días;
¿Pero es acaso menos grave
Que la esperanza se acabe
De noche o a pleno sol,
Con o sin una visión?.
Hasta nuestro último empeño
Es sólo un sueño en un sueno.
Me encuentro en la costa fría
Que agita la mar bravía,
Oprimiendo entre mis manos,
Como arena, oro en granos.
¡Qué pocos son! Y allí mismo,
De mis dedos al abismo
Se desliza mi tesoro
Mientras lloro, ¡mientras lloro!,
¿Evitaré ¡oh Dios! su suerte
Oprimiéndolos más fuerte?
¿Del vacío despiadado
Ni uno solo habré salvado?
¿Cuánto hay de grande o de pequeño?
¿Es solo un sueño dentro de un sueño?

Inmediatamente, y casi tan rápido como comenzó a leer, uno de los sabios grito:

- Sin sentido. A la trituradora.

Y el ritual se reiteró. La señorita se acercó entonces al lugar de lectura. Lucía muy nerviosa y declamó el siguiente poema, pero cometiendo errores en la lectura:

Piececitos de niño,
azulosos de frío,
¡cómo os ven y no os cubren,
Dios mío!

¡Piececitos heridos
por los guijarros todos,
ultrajados de nieves
y lodos!

El hombre ciego ignora
que por donde pasáis,
una flor de luz viva
dejaís;

que allí donde ponéis
la plantita sangrante,
el nardo nace más
fragante.

Sed, puesto que marcháis
por los caminos rectos,
heróicos como sois
perfectos.

Piececitos de niño,
dos joyitas sufrientes,
¡cómo pasan sin veros
las gentes!

Creo que fueron los errores de lectura los que la condenaron. Y por fin le llegó el turno al ultimo, que confiado se paró frente a los sabios y declamó:

Las rosas son rojas
Las violetas azules
Mis ropas tengo guardadas
En un monton de baules.

Se hizo un silencio absoluto. Los sabios conferenciaron nuevamente y, un par de minutos después, aplaudieron. El joven lo había logrado con semejante poema...

Debo dejar de escribir o me será imposible deshacerme de ti, querido compañero. Ya sabes como mi obra fue a para a la trituradora, vencida por otra llamada: “La velocidad del chancho en la curva”, y que ahora soy una oficinista más en el mundo...

Adiós amigo mío. Quiera el destino que algún día nos permitan volver a escribir.

NA: Los poemas citados son:

1) 20, de Pablo Neruda
2) Sueño dentro de un sueño, de Edgar Allan Poe
3) Piececitos, de Gabriela Mistral
4) Baules, de Gilberto Perez Raueles.
 
sábado, julio 01, 2006
  Pequeña obra de teatro acerca de la humanidad.
Personajes:

Orco
Enano
Elfo
Halfling

Escena: Taberna medieval. Hay un enano sentado solo en una mesa, con su hacha de mano a un costado. En la barra, un halfling limpia unos vasos. Por la derecha entra un orco.

O: ¡Una cerveza enana caliente!

H: De inmediato.

El orco ve al enano, se acerca y se sienta frente a él.

O: Buenas tardes.

E: Buenas tardes.

El halfling trae la cerveza y vuelve a su lugar.

O: ¿Cómo está usted?

E: ¡Pero que orco tan educado! Todos los que conozco apenas saben hablar.

O: Gracias, algunos decidimos hace tiempo vivir con los humanos.

E: Los humanos, que extraña raza.

O: Definitivamente. ¿Alguna vez se detuvo a observarlos? Son petisos, velludos, malhumorados y poco educados... (aunque no tanto como los enanos).

E: ¿Cómo dijo?

O: Nada, estoy un poco resfriado.

E: Concuerdo con usted, además son egoístas, mal agradecidos, soberbios y pendencieros… (casi tanto como un orco).

El halfling, que está escuchando la conversación se esconde debajo de la barra.

O: ¡Eso lo escuché! ¿Cómo se atreve a decir eso de mi raza?

E: Me atrevo a decir eso y mucho más: son mugrientos, feos, comen como cerdos, no conocen el honor y además, huelen muy mal.

O: Por lo menos nosotros podemos ser diferenciados entre macho y hembra. Ustedes con su barba se ven todos iguales.

El enano se ofende. Rápidamente se para e intenta tomar su hacha, pero con tan mala suerte que pisa su propia barba y tropieza. Cuando cae golpea la mesa que se levanta, volcando el contenido de las jarras sobre la entrepierna del orco, que aúlla de dolor y cae para atrás y colisiona con su propio espadón, cortándose la espalda.

El enano se levanta como puede y comienza a reír de la situación, cosa que al orco le cae muy mal, así que agarra una silla y se la parte en la cabeza. El barbudo ser se ofende y carga contra el feo. Terminan rebotando contra un par de mesas, rompiéndolas.

Luego de un rato de combate, donde todo lo que podía ser roto en la habitación ya había sido destrozado, agotados tomaron sus cosas.

E: Pero que velada tan agradable. Le agradezco mucho.

O: Igualmente, hacía mucho que no me divertía así.

Salen. Entra un elfo.

Elfo: ¡Pero qué desastre! ¡Todo roto! ¿Qué ocurrió aquí?

El halfling sale de su escondite y ve todo destruido; suspira y dice.

H: Una pelea entre un orco y un enano.

Elfo: ¿Pero que fue lo que causó que pelearan así?

H: Los humanos, hermano elfo, los humanos…
 
Historias creadas en momentos de dolor

Aristátoles, Sabio a domicilio
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