martes, julio 11, 2006
  Dos cuentitos sobre La Muerte
1

Se detuvo a recuperar el aliento. Su edad le pesaba como un bulto cada día más grande. Hacia años que era el cura párroco del pueblo. Había visto ir y venir a cientos de jóvenes que en su esperanza de hacerse ricos, emigraban a Buenos Aires y volvían aun más pobres de lo que se había ido. Si es que volvían. Muchos no regresaban jamás por su propio ego, que les impedía enfrentar a sus familiares y amigos. No es que nadie fuera a recriminarles algo, todo lo contrario. Eran ellos mismos los que de alguna manera se reprochaban.

Levanto sus ojos para ver la plaza. La vio como en sus mejores épocas: los jardines perfectamente cuidados, con el césped corto, los árboles en flor y el olor del manzano que adornaba el costado de la glorieta en el centro de la Plaza. El techo era de arce hermosamente adornado por dos enredaderas. Sus parantes eran de hierro fundido en fragua y luego vuelto a formar, como un trabajo perfecto de un escultor exquisito. Los bancos de madera barnizada y de apoya brazos de metal pintado de blanco, donde tantos enamorados compartían sus tardes.

Los enamorados, pensó. Incluso el se había enamorado más de una vez. Para ser exactos, una vez por década. El sabía muy bien que no estaba exento a eso. Más allá de su vocación nunca dejó de ser humano. Pudo manejar todo con el tacto suficiente. Nadie se dio cuenta nunca de sus amores. Y por eso todavía estaba ahí, en el pueblo.

De repente, vio la realidad de la plaza. El techo de la glorieta hacía años que había desaparecido. La gran tormenta lo voló. Los metales estaban roídos por el óxido. La maleza cubría todo. El manzano había muerto y su hermoso aroma era remplazado por el del cardo.

Y al fin lo entendió. No era la plaza la que había muerto. Era el pueblo. La desaparición del ferrocarril obligó a muchos a irse. Finalmente solo él quedo, el cura. Solo él para cuidar del templo, del camposanto y de la memoria del pueblo. Solo él, hasta el último día.

2

- ¡Otra copa! – dijo el borracho.

- Creo que ya tomó suficiente. – contestó el cantinero.

- Yo sabré cuando tomé suficiente. – respondió el borracho.

Le sirvió otro vaso de whisky. Hacían horas el aquel hombre estaba tirado en la barra, tomando sus penas. No hablaba, solamente tomaba. No era anormal. Todas las noches el bar se llenaba de estos seres. Los “bebedores de penas” como a él le gustaba llamarlos. Ya estaba muy acostumbrado a estos: llegaban temprano, bebían hasta cerca del amanecer y luego se retiraban mudos, para no volver nunca más.

Limpió los vasos usados y cambió el canal del televisor. Un documental sobre la vida y obra de un bombero forestal lo aburría desde que abrió el local. Puso el canal deportivo, donde estaban dando un partido de polo. Nunca le gustó el polo, deporte de ricos según él, pero era bastante mejor que las aventuras de bombero.

- ¡Otra!

- Hombre, a este paso no va a llegar vivo a la mañana.

- Tal vez no quiero llegar vivo.

- Vamos, nada puede ser tan grave.

- Tal vez para usted nada pueda serlo, pero para mí si. Usted no sabe lo que es vivir rechazado constantemente por lo que uno hace.

- ¿Y usted se dedica a…?

- Soy la muerte.

Rió. Esta si que es nueva, pensó. En todos sus años había visto gente que se adjudicaba robos, violaciones, infidelidades, amoríos y desamoríos, pero nunca nadie se había tildado de la muerte.

- Así que usted es la muerte. Y entonces: ¿por qué tan triste?

El borracho levantó los ojos y lo miro fijamente.

- Porque los humanos no me entienden. Si me llevo a alguien demasiado anciano, se enojan. Si me llevo a alguien demasiado enfermo, se enojan. Si era demasiado joven, reniegan de mí e intentan condenarme. Ni le cuento cuando me llevo a un niño.

- Bueno, lo que pasa es que a nadie le gusta ver partir a sus seres queridos. Es triste.

- ¿Triste para quién? ¿Para el que se va o para el que se queda? El problema es de los vivos, no de los muertos. Ellos solamente son dirigidos a donde les corresponda. Los vivos son los que se desesperan y se retuercen pensando si hay vida más allá o no. Los muertos me siguen y punto. No dicen nada. Es más, muchos se alegran de verme. Imagínese a una persona que hace años sufre de algún tipo de enfermedad terminal, que le produce los mayores dolores que hayan sido experimentados por nadie. Apenas llego se siente como si esa persona me abrazara y me dijera: “Por favor, vamos”. Y alegremente me acompaña. Pero aquí quedan los amigos, parientes, enemigos, deudores y acreedores, y todos tienen una buena razón para enfurecerse conmigo. Todos me culpan de su enfermedad. Pero yo no fui quien los obligó a fumar. Yo no soy el que inventó el virus del sida o el cáncer. Pero claro, la culpa es siempre del que no se puede defender. Pero lo peor es cuando debo llevarme un niño. No me mal interprete. Yo entiendo el sufrimiento, sino no estaría aquí. Entiendo que los padres lloren y se desesperen. Pero hay veces que debo hacerlo.

- Pero un niño…. Como que uno espera que tenga la vida por delante. – dijo el cantinero.

- Lo sé, pero: ¿que vida? Mire a su alrededor. Lo único que este mundo puede ofrecerle a un niño es corrupción. Todo está corrupto. El alma de esos niños se mancha muy rápido, y no hay jabon en polvo o químico que se las limpie. Los llevo para conservarlos en esa pureza que ya nadie va a poder quitarles. Vivirán inmortalmente en la memoria como algo puro, sensible e inocente.

Después si era un adolescente también lo mismo. Claro, el señorcito anda a 200 Km. por hora y por supuesto la culpa es mía. – calló por un instante. El cantinero lo vió y sintió lástima por él o ella. Le sirvió otra copa. – No, gracias. Ya tomé suficiente. Es hora que vuelva a mis funciones. Le agradezco que me haya escuchado.

- No hay porque. La casa invita.

- Gracias. Espero que mi perorata lo ayude a entenderme. Nos veremos pronto.

Y salió del bar.
 
Comments:
Muy bueno el cuentito del cantinero... me'ncanto!

Bexos
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me gustó bastante, os molestaría si lo pongo en mi blog, dándole los respectivos créditos (+ enlace a su blog)?
 
Dale nomas, mientras acredites todo bien.
 
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