miércoles, julio 19, 2006
  2da parte
II

- Deberías estudiar más a tus presas antes de actuar. – Dijo el padre Juan al oírlo entrar en la iglesia.

El cazador no contestó. Se arrastró hasta su lecho y escupió sangre. El sacerdote se acercó y lo ayudó a sentarse. Luego lo desvistió y comenzó a revisar sus heridas. Vendó el torso y aplicó hielo en la mandíbula.

- No está rota – le dijo – pero yo no comería nada sólido por un par de días. Tienes que tener más cuidado, hijo. La próxima vez puede que no sobrevivas. ¿Qué tipo de demonio era esta vez? ¿Un súcubo? Hostia que te ha dejado jodido.

- No tengo idea, Juan. Déjeme descansar.

El sacerdote lo ayudó a recostarse mientras pensaba que el muchacho se jugaba la vida enfrentado a los demonios que él nunca se atrevería a combatir. Se sirvió una copa de vino y recordó su juventud, esa loca época donde creía que la fe destruye al mal y que un crucifijo hiere más que 100 balas. Bebió un trago y recordó su primer enfrentamiento con un ser infernal.

Recién salido del seminario y llegado de España, fue destinado a un pequeño pueblo minero en la costa sur del país. Con toda su ingenuidad, tomó el tren que lo dejó en Villa Juárez, donde lo esperó uno de los fieles para ofrecerle un caballo e ir a su nueva iglesia. Siguieron la ruta de camiones, pero el pueblerino le informó que nadie tenía un vehículo propio, y que la carga se recogía una vez al mes. Luego de dos horas de paso ligero, el poblado se volvió visible. No tenía más de 10 casas, una capilla y la entrada a la mina de cobre. Sobre los lindes orientales, se apilaban toneles de agua y en el barranco que rodeaba el pueblo por el oeste, se olía el fétido aroma a basural. La desolación era ama y señora del lugar, donde ni perros se veían. Preguntando se enteró que se los habían comido.

El comité de recepción estaba formado por el capataz de la mina, su esposa e hija, un hombre que dijo ser el médico y dos señoras mayores. La bienvenida, aunque escueta, fue cálida. Le ofrecieron empanadas y vino patero, que compraban en Villa Juárez. Se enteró de que había treinta trabajadores en la mina; más mujeres, niños y ancianos hacían un total de sesenta y siete. Muchos de ellos compartían casa, porque eran hermanos o primos. Los habitantes no eran muy sociables y no hablaron mucho, salvo para contestar las preguntas que formuló, pero nunca fueron desagradables o irrespetuosos, solamente taciturnos al estilo montañés. Lo dejaron solo y acomodó las pocas pertenencias laborales que pudo traer. Colgó los mantos, acomodó la Biblia y el misal y le sacó brillo al copón. Contó la cantidad de hostias con las que disponía y calculó las requeridas por misa. Luego revisó el vino y, una vez terminados todos lo quehaceres, fue a recostarse.

Los hombres trabajaban en turnos en la mina y las primeras misas fueron poco concurridas, solamente ancianas se presentaban, “mis viejas” como él les decía. El primer domingo, la capilla se encontraba colmada por los habitantes del pueblo. Del primero al último se presentaron mostrando sus mejores galas, que no superaban las de un mendigo de la gran ciudad, buscando conocer al nuevo “curita”. A Juan la multitud le lleno de alegría. Por eso la ceremonia duró más de lo habitual, ya que había aprovechado el sermón para hacer muestra de su habilidad oratoria. Se despidió uno a uno de sus feligreses, que volvieron a su vida cotidiana, mientras que él se encerraba a regocijarse por tan hermoso rebaño.

Pasaron tres semanas hasta que algo extraño ocurrió. Una noche, el capataz de la mina, Don Raúl, fue a visitarlo. La conversación se hizo larga y las copas de vino se sucedían violentamente. El sacerdote despertó al amanecer sentado en el mismo lugar donde había estado tomando con Don Raúl y con un terrible dolor de cabeza. Ese día, Doña Felicia no se presentó a la misa. Ni al día siguiente, ni el otro. Supuso que tal vez había cogido un resfriado, así que decidió ir a visitarla. Golpeó la puerta y Valeria, la nieta de cuatro años de Doña Felicia, abrió.

- Hola. – dijo la niña con la dulzura infantil característica.

- Hola niña. Busco a tu abuela.

La pequeña dudo por un instante y llamó a su madre. Raquel, una mujer de tez quemada por el sol, se acercó a la puerta.

- Raquel, niña, busco a Doña Felicia. Me he imaginado que se encuentra enferma así que pensé en venir a visitarla.

- Padre – contestó Raquel – Doña Felicia viajó a la capital a visitar unos parientes.

- Joder, que me había preocupado por nada. – dijo el sacerdote. Al mismo tiempo la niña se cubrió la boca con la mano y decía – Dijo una mala palabra.

Juan y Raquel sonrieron a la niña, pero el padre pudo observar un gesto nervioso en la mujer que nunca antes había llamado su atención. En vano preguntó si algo le ocurría; la única respuesta que obtuvo era que todo se encontraba bien y que sería el calor, pero cuanto más inquiría, mayor era el gesto de incomodidad de la mujer. Decidió dejar la investigación para otro momento y mientras se alejaba, vio a Raquel sembrando el jardín. A la siguiente semana llegaron los camiones a recoger la carga.

Los vehículos desfilaron por el pueblo y se detuvieron en la boca de la mina. Extrañamente, el pueblo no salió a recibirlos, a excepción de Don Raúl. Cargaron el cobre y sin más se retiraron. El padre los observó circular la calle desde la ventana de la cocina mientras preparaba un estofado para almorzar. Al día siguiente, Raquel ingresó corriendo en la capilla, llorando desconsoladamente.

La abrazó y sin decir palabra alguna, se limitó a esperar que ella fuera a que comenzara la conversación, mientras sentía como se deshacía entre sus brazos. . Finalmente, Raquel hizo presión en su pecho, intentando ingresar a la iglesia, sin parar de llorar. La ayudo a sentarse y le ofreció una copa de vino. Juan se limitó a observarla, esperando.

- Gracias, Padre. – dijo la mujer mientras se secaba las lágrimas con el pañuelo que él le había ofrecido. – Es Valeria, esta muy mal… un animal salvaje la atacó. Esta toda rasguñada... – No pudo contenerse y volvió a llorar. Juan tomó el rosario que le colgaba al cuello y se lo dio, mientras que le sostenía la mano y comenzaba a rezar. Momentos después entró Don Raúl y les informo que Valeria estaba muerta.

Raquel aulló desesperadamente y se abalanzó contra el capataz, que la tomó en sus brazos mientras la mujer lo golpeaba en el pecho. Juan cruzó la mirada con el viejo y dejó el lugar para ir a la casa a cumplir los ritos. Al llegar, encontró a Esteban, el padre de la niña, sentado solo, con la mirada perdida en la nada. No se detuvo y avanzó a la habitación, donde Don Guillermo, el médico, completaba el informe frente al cuerpo cubierto con una sabana.

Estrecharon las manos y el sacerdote intentó correr la manta, pero Don Guillermo detuvo su brazo.

- No es un lindo espectáculo, padre. No se lo recomiendo.

Juan hizo caso omiso y retiró la sabana. El pecho de la niña presentaba incontables y profundos cortes, con pedazos de carne colgando. Los pequeños pezones habían sido arrancados de cuajo y podía verse la cavidad toráxica. Tal vez eso habría amedrentado a muchas personas, pero para el sacerdote, eso pasó desapercibido cuando vio los genitales de la niña destrozados, formando una capa de sangre, tejidos y semen que manchaba la cama. El padre miró con horror al médico, que le dirigió una triste sonrisa mientras terminaba de guardar sus implementos.

- Esto no lo hizo ningún animal, coño, al menos no uno que no sea humano.

- Mejor no ver nada, padre. – contestó Don Guillermo, a la vez que lo tomaba del hombro y muy gentilmente lo invitaba a retirarse del lugar. Salieron de la habitación y Juan se detuvo a contemplar a Esteban, que se encontraba en la misma posición en la que lo había encontrando cuando ingreso a la casa. – Deje que Raúl maneje esto, padre. Él investigará y encontrará al culpable. Usted, mientras, rece por el alma de la niña. – concluyó la charla el médico, mientras se alejaba a su hogar. El sacerdote quedó petrificado en la calle, con la imagen del cuerpo entre los ojos, mientras Raúl llegaba con Raquel. Al día siguiente se enterró el cuerpo, cumpliendo los ritos funerarios.

Pasó una semana sin novedades, hasta que mientras Juan estaba limpiando la iglesia, alguien entró corriendo al grito de que habían atrapado al asesino de Valeria. El sacerdote dejo la escoba donde estaba salió de la capilla y vio que traían a Esteban esposado y golpeado, y que lo llevaban hacia allí. Cuando empujaron al muchacho y cayó de bruces, manchando el suelo con sangre, el padre notó odio en los ojos de la población, que parecía más dispuesta a lincharlo que a algún tipo de juicio.

- Acá esta, padre. Este hijo de puta la mató. – dijo Don Raúl y pateó a Esteban en el estomago. Don Guillermo, al lado del capataz, intentó calmarlo, sin éxito. El muchacho fue escupido, golpeado, e incluso, alguien lo orinó.

- ¡Tranquilos, por favor! Pero hombre, que… ¿cómo sabes tu que ha sido este joven?

- Lo confesó, padre. Ayer a la noche, molió a palos a su mujer y después confesó. Así que se lo traje para que le de la extrema unción antes de que lo colguemos. No queremos que no tenga el pasaporte en el otro mundo. Que tenga la oportunidad que no tuvo la niña.

La incoherencia que escuchaba terminó con la poca paciencia que Juan tenía. Don Raúl vio la furia en los ojos del sacerdote. Y retrocedió.

- ¡Joder! Que aquí no se le dará la extrema unción a nadie. Dejadme solo con el muchacho que yo tomaré su confesión como corresponde, y no por la fuerza como ustedes, cavernícolas. – Tomó a Esteban del hombro y lo ayudo a incorporarse. Don Raúl y mucha gente protestaron e insinuaron llevarse a Esteban a la fuerza, pero el sacerdote parecía asustarlos, y se resignaron, no sin antes arrojar piedras a las puertas de la iglesia.

Una vez solos, le ofreció una copa de vino, al mismo tiempo que esperaba. El muchacho bebió y se tranquilizó. El sacerdote sentía algo extraño. Estaba mareado y le ardía el brazo izquierdo. - Lo único que me falta – pensó - tener un infarto.
- Padre, crea lo que usted quiera, pero yo no la maté. – dijo Esteban. El miedo que tenía lo hacía tartamudear. Sus manos temblaban y cualquier sonido lo turbaba. – Fueron ellos. Hicieron un pacto con el diablo… y ahora me quieren eliminar porque yo me cansé. - El sacerdote sonrió, aunque estaba seguro de que encontraba escuchando los desvaríos de un loco.

- Yo llegué a este pueblo hace seis años, desde Villa Juárez. Allá no hay trabajo y aunque me dijeron que este lugar estaba maldito, siempre me pareció cuento de vieja chusma. Así que deje lo poco que tenía y llegué caminando. Enseguida me dieron un puesto en la mina y una casa. Y por eso me quedé. A los pocos días conocí a Raquel y un mes después nos casamos. No me pregunté cómo fue que acepté, pero algo me obligó. ¿A usted ya lo envenenaron, padre? No, me parece que no, sino ya me hubiera matado.

Raquel me contó que estaba embarazada una semana después de la boda, pero su panza nunca creció. Le pregunte a la matrona y me dijo que no era anormal y que hay veces que a las mujeres el vientre no les crece hasta faltando poco tiempo, pero nunca se hizo más grande ¿Me entiende padre? En esos meses, ella se dedicó a trabajo liviano y a cuidar el jardín. No me dejaba que la ayudara. Cuando nació Valeria, yo estaba en la mina, cumpliendo mi turno. También nacieron dos niños más ese día. Llegué a la casa y un montón de gente estaba en el patio, con mi mujer y mi hija. Algunas plantas se habían marchitado. No se olvide de eso, es muy importante, las plantas marchitas… - sus ojos se perdieron en la nada. Alguien golpeó a la puerta de la iglesia, y Juan se asomó por la ventana. Era Don Guillermo y venía acompañado de dos hombres. El sacerdote decidió no arriesgarse y no abrió.

- ¿Qué necesitan?

- Padre, venimos a buscar a Esteban para el juicio.

- Todavía no terminó la confesión. Cuando finalice, yo mismo lo llevaré a la casa de Don Raúl. Ahora dejadme en paz así puedo concluir con el sacramento.

- Padre – dijo uno de los hombres – no sea estúpido. No cometa la locura de dejarlo escapar. La gente se puede poner medio nerviosa y no creo que podamos controlarla, si comprende lo que le digo. - La amenaza no surtió efecto en Juan. Incluso lo molestó.

- Escúcheme una cosa: no le voy a permitir que venga a la casa del Señor he intente intimidarme. Aquí se respeta la vida y los sacramentos. Ahora si usted quiere que salga y le de una tunda de la que nunca va a olvidarse, délo por hecho. -. El hombre sonrió al oír esto, pero no respondió.

- Juan, haremos algo. Nosotros esperamos acá. Cuando termine abre la puerta y nos lo llevamos. Ya hable con Don Raúl y me prometió que todo sería civilizado y dentro de las leyes. No queremos un linchamiento público. – La voz de Don Guillermo era calma. El sacerdote lo observó con detenimiento y concluyo que le estaba diciendo la verdad.

- Perfecto, Don Guillermo. Ahora si tienen a bien permitirme continuar… - Y cerro la ventana. Cuando volvió a la habitación, Esteban lo miró a los ojos. Juan pudo ver resignación y paz.

- Padre, lo estoy poniendo en peligro. No debería hablar más.

- No, muchacho. Por favor, continua. – Le causó gracias decirle muchacho a Esteban. Probablemente no tendría más años que el propio sacerdote, pero era una costumbre que se había hecho.

- A Valeria la mataron para cumplir con su parte del pacto. Una vez al mes se lleva a cabo el rito que cuesta una vida. Siempre son viejos o niños, nunca alguien que produzca. Los únicos exentos son Don Raúl, Don Guillermo y sus familias. Los demás estamos todos marcados. Yo me enteré de todo esto después de vivir un año acá. Una noche me llevaron para que viera. A la vez siguiente me obligaron a participar… Me guiaron por la gruta prohibida. Dicen que se puede derrumbar pero en realidad es el camino al altar… Tendría trece años… pobre chica. La ataron a una piedra, la desvistieron y comenzaron a violarla. Todos los hombres del pueblo participaron. Le arañaban las tetas hasta que le arrancaban pedazos. Sangre, leche, todo se mezclaba. Los gritos… eran desgarradores. No me quedo más opción que participar… y la última fue mi pobre Valeria… y Doña Felicia… ella quería contarle a usted lo que pasaba pero la detuvieron. El diablo nos compra el cobre a cambio de los sacrificios, y de los niños…

El sacerdote, convencido de la locura del muchacho, le ofreció otra copa de vino. Luego colocó el rosario en su mano y comenzó a orar.

- El Padre Fernando se enteró de lo que pasaba, pero no pudo hacer nada. También lo mataron. Usted tiene que irse, escapar. Busque ayuda, alguien que pueda detener esto. No lo haga por mi, yo ya me vendí, pero hay niños que no tienen la culpa, no importa como hayan nacido.

De repente, la puerta de la iglesia cayó y diez hombres entraron armados con palos. Cuando Juan intentó interponerse, lo golpearon en la cabeza, noqueándolo.

Despertó en plena noche. El silencio era absoluto. Toco su frente y notó sangre seca. Fue al baño y se lavó, mientras contemplaba la magnitud del corte. Después, salió. El torso de Esteban colgaba del cuello, sus piernas estaban a tres metros, todavía unidos por el intestino. Y la visión hizo que la conciencia del sacerdote se desvaneciera.

Volvió en sí en una cama. Miró a su alrededor y estaba solo. Trató de incorporarse pero su espalda le dolía. Intentó contener el quejido del dolor inesperado, pero le fue imposible, y momentos después, Don Guillermo entró por la puerta.

- Padre, cuanto me alegro que esté consiente. Se golpeó la espalda con una piedra, así que va a dolerle unos días. – Se acercó a las piernas y comenzó a movérselas, al tiempo que preguntaba si tenía dolor y si las podía sentir. – Le debo una disculpa, Juan. Yo le aseguré que no ocurriría un linchamiento, pero me fue imposible contenerlos. No se preocupe por el golpe en la cabeza. No esta infectado. Ahora descanse, más tarde vendré a traerle comida.

Pasó dos semanas en absoluto reposo. Intentó en vano incorporarse y cada día recibía un reproche de Don Guillermo. Cuando por fin pudo levantarse, con la ayuda de un bastón, Don Guillermo lo acompañó a la iglesia, donde su esposa y la de Don Raúl tenían todo impecable. Agradeció las atenciones y volvió a su vida normal.

La inconclusa confesión con Esteban no dejaba de torturarlo todas las noches. Recordaba la historia a la perfección. Consideraba que era el delirio de un condenado, pero había algo que le decía que era verdad. Se cuidó de mostrarse distinto ante cada uno que lo visitaba. Mantenía el uso del bastón y acusaba dolores. Se acostaba antes que se pusiera el sol argumentando que la espalda no le daba respiro y que prefería pasar más tiempo recostado. El primer domingo posterior a su recuperación, la misa fue dedicada a la memoria de Valeria y de Doña Felicia. Luego de la ceremonia, se acercó a Raquel.

- Niña, no me habías dicho nada del fallecimiento de Doña Felicia. – Esperó la reacción de la mujer. La tomó por sorpresa y no pudo disimularlo.

- Fue muy repentino… mientras usted estaba en cama.

- Pobre muchacha, cuanto lo siento. Que mala suerte te ha tocado, pero recuerda, Dios no nos da una cruz más pesada de la que podemos cargar. – le dijo y la abrazó. Pero internamente supo que la historia de Esteban no era tan fantasiosa como creía.

Esperó y calculó. Cuando llegaron los camiones, mantuvo su postura de normalidad, pero sabía que esa noche sería el ritual. Antes del anochecer, Don Raúl lo visitó. Lo recibió acostado, cubierto con una manta hasta el cuello. Conversaron sobre sus dolores, lo bien que había ido la venta y lo desgraciada que había sido la pobre Raquel. Lo despidió en pijamas en la puerta y cuando llego la noche, cambió sus ropas y salió a escondidas de la iglesia. El pueblo parecía muerto y se deslizó en las sombras. Vio luz en el jardín de una de las casas que daban a las reservas de agua y se acercó.

Escondido tras los toneles de agua, Juan contempló a toda la familia reunida en el jardín, rodeando una inmensa flor gris, de pétalos alargados, cerrada en forma de punta. De ella comenzó a caer un espeso líquido que le pareció negro y que burbujeaba al tocar el piso. La emoción en las caras que se deformaban lo horrorizó más. De repente, el tallo de la planta comenzó a engrosarse y el flujo se hizo más intenso. Los pétalos comenzaron a temblar cual latido y se hinchaban lentamente, pero no perdían su posición enconada. Por fin, el bulto llegó al final de su camino, y un grito de dolor pareció salir de la planta mientras arrojaba algo al suelo. Los espectadores se acercaron y cortaron algo que colgaba de la flor, que se marchitaba. Y un segundo después, se escucho el llanto de un niño. Juan no pudo contenerse y vomitó.

Nadie pareció notarlo. Minutos después el pueblo entero se encaminaba a la mina. Cuando todos entraron, se escabulló y tomó el camino que Esteban le había señalado. Se guió apoyando su mano en la pared. A hurtadillas, llegó a una abertura donde veía luces. Un anfiteatro natural se formaba y en el centro, en un altar, había una muchedumbre de hombres desnudos, que se abalanzaban desesperados contra el. Pudo ver que una anciana estaba atada a la piedra y que era constantemente violada. Al mismo tiempo, la golpeaban y e clavaban las uñas en el pecho y el vientre. Detrás, una sombra emergía de la nada, y una figura se hacía sólida.

Juan no pudo contenerse, y se abalanzó contra la gente, que no lo detenía. Comenzó a apartar a los hombres de altar, propinándoles puñetazos y patadas. Ninguno se defendió. El sacerdote vio en sus ojos que no eran concientes de lo que hacían. Y cuando llegó a la mujer, algo lo incitó a formar parte del acto.

Luchó con toda su voluntad. Pero la tentación era demasiado grande. Y escucho la voz.

- Vamos Juan. Únase. El Padre Fernando no pudo contenerse y luego se suicido. Una exquisitez. No sea usted menos.

Levanto los ojos y vio a Don Guillermo, pero su rostro era distinto. Sus mejillas tenían pústulas, un solo ojo dominaba su frente y su lengua colgaba sin control de su boca, terminando en punta. Tomó el rosario que colgaba en su pecho y lo apuntó contra el demonio. Este rió y se lo arrebató de las manos, colocándoselo luego. Y en un acto de desesperación, Juan estrelló su puño contra el cuello de la anciana, rompiéndole la traquea.

El demonio lanzó un alarido. El pueblo cayó de rodillas. Y Juan corrió. Salió de la mina y cruzó el pueblo. A su alrededor, escuchaba el alarido de las plantas de niños que parían deformes e inconclusos fetos que aullaban al tocar el suelo y morían, profiriendo olor a podredumbre. Un niño salió de su casa gritando y se le cruzó en el camino. Empezó a deshacerse frente al sacerdote. Pero él simplemente escapó.

El quejido de dolor del cazador lo devolvió de sus recuerdos. Noto que su mejilla estaba húmeda. Sacó un pañuelo y se limpió el rostro. Se acercó y vio que su amigo dormía. Y en silencio dejo la iglesia.





Esperó para asegurarse que el sacerdote no volvería, se levantó y entre la paja que le hacía de cama buscó el látigo. Se arrodilló y comenzó a flagelarse, con la imagen del niño del prostíbulo en la mente.
 
Comments:
Muy bueno, atrapante, sin desvalorizar lo anterior...de lo mejor que te he leido.
Abrazo Tatus
 
Loco, cuanto mas vamos a esperar a que postees, ponete las pilas papi.
 
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