jueves, junio 29, 2006
  CRUZADA CONTRA EL BOLUDO A PEDAL!


Uniendome a la cruzada, posteo el link de la cabecilla de semejante movimiento por el bien ciudadano!

Apreta en el Boludo a Pedal

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miércoles, junio 28, 2006
 
El Loco

Extractos del libro “Mi constante contacto con la locura”1,
del Doctor Raimundo Morales del Pilar.
Los siguientes textos pertenecen al capítulo IX, titulado:
“Del loco de los globos”.


Cuando la nada invade las miradas de los pobres hombres, estos se resignan a vivir el resto de sus días con una visión parcial de la realidad. Así transcurren sus existencias, atravesando calles de oscuridad ínfima, porque ante tal vacío las mismísimas sombras deciden no aprovechase de la situación. Y terminan su existencia sin haber podido vislumbrar, aunque más no sea una vez, la belleza de las cosas, la luminosidad, los colores y el calor de todo lo que los rodea.

Pero una vez cada mucho tiempo, alguien logra mantenerse dentro de la realidad, con los ojos abiertos de par en par al mundo, absorbiendo todos y cada uno de los espectros de sabores y olores que los átomos le entregan en forma de regalo. Estos seres únicos, logran contemplar un cosmos de sensaciones que alguien compararía, en algún libro, a las producidas por los alucinógenos más fuertes, sin siquiera detenerse a pensar en que tal vez los que utilizan esas sustancias son los que contemplaron ese mundo, lo negaron y ahora no saben como volver a él.

Como resulta lógico esperar, estos individuos capaces de ver la realidad son sistemáticamente excluidos de la sociedad, tildándoselos de locos, inadaptados, enfermos, borrachos, chiquilines, etc. Esta metódica separación, produce un efecto de catapulta sobre los visionarios, arrojándolo hacia este mundo de luces, separándolo completamente de la cotidianeidad.

Mi experiencia profesional me llevó a tener tratos con uno de estos individuos. Era conocido como “El loco de los globos” y llegó a mis manos en una fría noche de invierno, después de ser detenido por la policía mientras corría desnudo y repartía globos a las parejas de jóvenes que aprovechaban la oscuridad de la plaza para intimidar.

Cubierto bajo una manta que las fuerzas públicas le habían obligado a utilizar, un hombre de aproximadamente cuarenta años, de nariz aguileña, ojos saltones, arrugas profundas en su ceño, pera puntiaguda y una sonrisa que permitía contemplar los negros dientes que le restaban en su boca. Sobre su espalda, pude observar rastros de marcas de golpes con algún tipo de cinturón o látigo, probablemente recibidas en su niñez o juventud. Deteniéndome en sus gestos, pudo ver que nunca dejaba de sonreír y que en sus ojos la sorpresa variaba indefinidamente, aunque nunca recaía en mi persona. Debo decir que siempre tuve la capacidad de sentir si me encontraba ante un enfermo violento y este no me pareció peligroso en lo más mínimo.

Por unos momentos pareció absorbido por los diferentes cuadros que adornan mi oficina, deteniéndose mayoritariamente en mi título de psiquiatra que se encuentra en la pared occidental, frente a la ventana y encima del diván. Luego su mirada varió hacia la estatua de Freud, que completa el decorado y se ubica sobre mi sillón.

- Su nombre, por favor. – dije. Por primera vez se detuvo en mí. Intentó enfocar los ojos, como esforzándose por reconocer mi figura.

- ¿Quién es su globo de la guarda? – fue su repuesta. Debo aceptar que tal vez esa sea la respuesta más extraña que se me haya dado con respecto a tan simple pregunta. Sin darme tiempo a contestar, extendió su mano, y sosteniendo algo imaginario me dijo: - Un globo rojo leche para uno azul fuego. Cómalo después de ayunas para recuperar energía. – Le seguí el juego y cuando tomé el imaginario globo de su mano, hizo ademanes de darme otro al mismo tiempo que me decía: - Este es verde cielo para su globo de la guarda, se le ve que le falta un poco de pasto en la parte de arriba. – Recién allí pude darme cuenta que se refería al busto de Freud.

- Su nombre, por favor. –Insistí, pero su mirada ya se había perdido en las lapiceras ordenadas por tipo y color que tengo sobre mi escritorio. Inmediatamente se puso de pie, dejando caer su manta, y caminó hacia mi diploma. Sin tocarlo, pareció olerlo, mirarlo desde todos los ángulos, incluso acercó su oreja para oír nada. Me extraño su comportamiento porque en todos mis años, nunca me había topado con alguien que presentara estas características. Sin dejar de mirar mi título, volvió al diván y comenzó a mirarme en profundidad.

- ¡Cuantos colores! ¡Cuantos globos! ¡Algunos están chiquitos y tristes, pero ese es el que más brilla, es amarillo como el agua! Se ve que alguien lo quiere mucho.

- ¿A qué se refiere con globo? ¿Usted ve globos en todas partes?

- ¡El mundo es un globo! ¿Y que puede salir de un mundo que es un globo sino más globos? Todos somos globos de colores, algunos son más fuertes, otros menos, otros más coloridos, con más colores que le bailan alrededor, más débiles y sin música de olores a su alrededor… usted es un globo chiquito, casi sin color, con poca música, por eso no lo vi cuando llegué, pero ese de ahí –señaló mi título – ese sí que es grande y colorido. Se ve que de chiquito lo querían mucho y no le pegaban, y sus papas globos lo protegían. Tome, un globo para él, uno bordó crema, para mejorar la música de alrededor.

Esta conversación me recordó irremediablemente a los Beatles y su Lucy en el cielo. Mientras me hablaba, me dibujaba lo que el llamaba música de olores con las manos, mostrándome sus compases y movimientos, como una sinfónica visión alucinógena que inundaba toda la habitación, mezclándose con los globos que allí vivían.

- Usted es un pobre globo – me dijo – Alguna vez fue un globo monumental, con un color brillante, con un hilo de oro y que intentaba volar lo más lejos posible, pero algo fue haciendo que perdiera el aire, el color y que se fuera arrugando… Tome un globo verde esperanza, para disminuir las penas. Ahora me tengo que ir a repartir globos para los globos débiles. Ese es mi destino, ser un globo que da fuerzas, que enseña un nuevo camino a los globos desinflados… sin importar lo que los otros globos quieran…

Se levantó se dirigió a la puerta.

- Enfermeros – me limité a decir, y dos de mis empleados entraron, lo tomaron de los brazos y arrastrándolo desnudo lo llevaron a una de las habitaciones.
Luego de llenar los reportes correspondientes, quedó a mi cargo y días después murió gritando que porque no lo dejábamos ver a los demás globos.

Hace ya más de una década de este caso y extrañamente a llegado a mi clínica un nuevo enfermo que dice ver el mundo como globos. Este niño no supera los doce años de edad y creo que podremos curarlo. Por suerte la ciencia ha avanzado en los procedimientos y técnicas.

Disculpándome por las ironías utilizadas al comienzo de este capítulo como un recurso poético, dejo este caso a la posteridad para que sea analizado en el futuro, ya que me fue imposible encontrar una cura y una razón a la enfermedad de ese pobre hombre del que nunca supe el nombre.



1 “Mi constante contacto con la locura” fue publicado post mortem por el sobrino del autor bajo total desaprobación de la viuda. Fue excluida de dicha impresión, una palabras escritas en puño y letra del Doctor Morales del Pilar que decían: “Globos, cuantos globos, que belleza… cuanta maldad…”
 
sábado, junio 24, 2006
  El Asesino
El rey hechicero contempló los ojos de su asesino. Apenas entró a la sala, tuvo la visión. Él se encontraba de rodillas dando la espalda a un joven cubierto con una armadura negra, cuyos oscuros cabellos caían escondiendo la parte izquierda del rostro. El muchacho levantaba su espada y lo atravesaba, matándolo instantáneamente. Y lo peor no era su muerte, sino su homicida: el hijo de su hermano menor.

Como el protocolo dictaba, este presentaba a su primogenito ante el rey para que fuera llevado al Altar de Luz, donde los dioses darían su venia para considerarlo heredero al trono, o para que muriera ante la negación divina. En realidad, el monarca sabía que en el cuarto sagrado, los dioses no se hacían presentes y era el soberano de turno quien disponía la vida o la muerte del niño. Por eso era anormal que se presentaran bebés a los dioses: muchos reyes mataban a los infantes ante la menor duda de traición por parte de los padres. Pero la tradición estaba para cumplirse, así le gustara a los padres o no.

Le acercaron al niño y lo tomó en sus brazos. Observó con detenimiento a su sobrino y se preguntó porqué habría esta hermosa criatura de convertirse en tan despiadado ser. Siempre pensó que su hermano menor era el más dulce, sincero y el menos interesado de los 5 descendientes del gran Rey Blanco. No dudaba que sería criado para ser un buen hombre, con la mejor educación, sin rencores y con todo el afecto que un niño puede recibir. Y tantos peros lo confundían.

Elevó al infante ante la corte y después de decir las palabras protocolares, salió de la habitación y se dirigió solo al sagrado recinto. Cerró cuidadosamente la puerta y apoyó al niño sobre el altar. La luz pareció hacerle cosquillas, y su sobrino esbozó una especie de sonrisa que lo obligó a corresponderlo. Pero enseguida recordó la visión. Se acercó lentamente y puso sus dedos alrededor del cuello. Apenas apretó. Pensó que sería muy fácil quitar la vida de un ser tan indefenso. Así que presionó un poquito más, como queriendo ver cuanta resistencia podía poner el joven cuerpo. Imaginó a su hermano llorando la muerte de su primogénito. Pero era su vida la que estaba en juego: ¡la vida del rey! Y de repente, el niño lo tomo de un dedo…

Cuando llegó la sala del trono y levantó el cuerpo del niño por los aires, todos exclamaron de felicidad. Incluso el rey estaba alegre. La visión debía ser un terrible error, un sueño loco de paranoia monarcal. Su hermano menor se acercó a él y, olvidando el protocolo, lo abrazó con el mayor de los cariños. Su cuñada recibió al niño en brazos y beso los anillos reales. Y todos fueron algarabía.

Lo que nadie supo jamás, es la visión que tuvo el niño cuando tocó el dedo de su tío. Vio como este en un exceso de furia apuñalada a su padre en el vientre, acusándolo de traidor, y, ante los gritos desaforados de su madre le cortaba la garganta. Y vio a un niño de 7 años, escondido tras una cortina, que contenía sus sollozos y juraba matar al asesino

 
miércoles, junio 21, 2006
  El cuentito de los miercoles
Antes de postear el cuento les digo dos cosas:

1) Voy a intentar poner uno los miércoles y otro los sábados, como para que se entretengan.
2) Cualquier error o falta de ortografía o lingüistica debe atribuirse a que una vez escrito es muy raro que yo relea o corrija un cuento. Normalmente la segunda lectura me hace que deje de gustarme la obra.

Ahora sin más:


Ellos

Los vi por primera vez en el 172. En ese momento no le presté atención al hombre que sentado frente a mí, frotaba sus manos, hablaba solo, reía y me señalaba. Al día siguiente tomé el 96, para ir a ver a Agustín, un amigo mendocino a quien el destino había enviado a Buenos Aires. Nuevamente había una persona que, con los mismos gestos, me hizo recordar al señor del día anterior.

Llegué al taller de Agustín y le comenté sobre estos hombres.

- No te preocupes. Vos, que venís del campo, no estás acostumbrado a verlos. Acá está lleno. Andan por todas partes, separados mentalmente del mundo.

- Pero, ¿Nadie les presta atención? ¿Nadie hace nada?

-¡No! Esto es Buenos Aires, lo que sobran son locos y perdidos. Y los que no están así, se resignaron a la desesperación. En realidad no sé quien está peor.

- Que ciudad de locos.

- Una ciudad es lo que hacen con ella los que lo habitan. Acordate siempre de eso.

Pasaron un par de días. Los trámites que tenía que hacer para un viaje, me obligaron a quedarme. Creo que era jueves, cuando después de terminar de recoger unos papeles decidí tomar el subte, para acelerar la llegada a casa de mis tíos. Viajaba desde la estación Perú a Plaza Miserere para después empalmar con el tren Sarmiento cuando preste atención al resto de los pasajeros. El vagón iba casi vacío. Solamente estaba yo, una señora con un chico de no más de 10 años y dos hombres, uno en cada punta del carro, que actuaban exactamente igual que los que había encontrado en los colectivos. Extrañamente, esta vez no sentí ningún tipo de ternura por ellos, sino que el miedo empezó a apoderarse de mí. Lentamente transcurrían las estaciones y en Congreso, la mujer y el niño abandonaron el subte, dejándome solo con estos hombres. Miraba desconfiado a ambos, girando la cabeza lentamente, como para no ser demasiado obvio. Estos seguían en sus lugares, hablando solos, riendo y moviendo las manos.

Por suerte el subte llegaba a Plaza Miserere y me puse de pie. Me acerque a la puerta y volví a fijarme la ubicación de los hombres, o seres, aún no sé que son. El subte se detuvo y las puertas se abrieron. Cuando levanté la vista, vi al mismo hombre que dos días antes me había cruzado en el 172. Me miró fijo, sonrió mostrando los destrozados dientes, y me dijo:

- Pronto.

Hace 3 semanas que no salgo de mi habitación. Tengo miedo a esos seres. No sé que pretenden, pero no puede ser bueno. Pero lo que más me asusta es que la semana pasada me crucé con uno de ellos a la vuelta de mi casa en Mendoza. Si alguien llega a leer esto, sepa que no es difícil reconocerlos: llevan la ropa sucia y mal acomodada, el pelo completamente despeinado, los dientes rotos y negros, y, por sobre todas las cosas, están en todas partes.



Nota del autor: Cualquier semejanza con la realidad es preocupante.
 
sábado, junio 17, 2006
  Otro cuentito
El Carro


Héroe de mil batallas, el auriga sentía la arena lamer las ruedas de su carro mientras su lanza se hacia polvo al viento. Comprendía que tal vez esta sería su última batalla; atrás quedaban los momentos de alegría y tristeza, ahora solo eran él contra su némesis, uno quedaría un pie y el otro en el olvido.

Mientras el esqueleto de caballo que tiraba del carro renunciaba a renunciar en su lucha por llegar al final del campo de batalla, el auriga aspiró el seco aire. El desierto no había cambiado desde aquella vez, pero sentía la arena espesa que rozaba su rostro y la notaba más fría de lo que la recordaba. Adrenalina, temor, dolor, recuerdos de combates, guerras, victorias y duelos a la muerte… tal vez eso es lo que queda en la historia, pensó, tal vez solo uno, tal vez solo las falsas hazañas.

En el horizonte pudo ver la figura de su enemigo sentado sobre un magnifico elefante, adornado con todos sus atavíos de batalla, lanza en mano, presto al combate. Por un momento le pareció que era más joven que cuando lo conoció. Luego atravesó su mente la posibilidad de que fuera un hijo de aquel gran guerrero, pero recordó que no tenía descendientes, el ejército de las siete colinas los había exterminado. Fijó su mirada pero sus ojos no pudieron decirle lo su alma le susurro: aquel era Aníbal, aunque no lo pareciera. Su corazón se llenó de gozo, ese único que puede dar el verse ante un rival digno que se pensaba largamente perdido y que tras su desaparición había dejado un hueco que no podía rellenarse, sacándole sentido a la vida de un general, sacándole sentido a su vida.

Algo llamó su atención a los costados del carro: el desierto se convirtió en montes verdes. El aroma de los olivos se hizo visible mientras sus hombres lo rodeaban y cargaban contra Asdrúbal. Sus legiones avanzaban hacia el conflicto y se enzarzaban en combate. Retiró su espada del cinturón y atacó a un cartaginés que batía espadas con uno de sus soldados. El certero golpe cercenó la cabeza pero el carro no se detenía y no pudo ver el rostro de su adversario. A todo su alrededor, su ejercito vencía al contrario, cuyo general huía sin entablarle batalla. Ahora su carro atravesaba los mares en dirección contraria a la de escapada de Asdrúbal. Y entraba en Roma.

Nuevamente el desierto. Los muros de la ciudad de las siete colinas desaparecieron casi tan rápido como se habían formado frente a él. Aníbal lo esperaba en el horizonte. Parecía que nunca lograría acercarse lo suficiente para, por fin batirlo. Sin embargo podía ver su rostro a la perfección: la convicción de la inteligencia, el honor intachable, la seguridad de la hermandad de armas… Luego recordó su propio, sus arrugas, calvicie… se sentía viejo y combatía a un niño. Pero sabía que Aníbal era mayor que él, casi quince años mayor. Sin embargo sus músculos eran tan viejos… tan decaídos… tan inservibles…

Ahora los niños lo saludaban con laureles mientras el desierto cambiaba de forma y se convertía en su ciudad. La gloria de la republica inundó el erial y sus músculos se hinchieron de gloria. Hombres y mujeres clamaban su nombre mientras avanzaba por la calle empedrada rumbo al Senado, donde le entregarían su corona. Pero atravesó los salones del edificio sin detenerse, viendo a los políticos amigos y enemigos abrazados coreando su nombre. Algo rozo su yelmo y se posó en el piso del carro. Por un instante vio la corona de laureles consular y recordó su mayor logro político. De ahora en más él tomaría las determinaciones más importantes en la guerra. Y ya sabía que hacer: era hora de marchar a Cartago… era hora de volver al desierto.

Los pisos del Senado se convirtieron en agua. A su espalda, en un monte, una flecha atravesaba el pecho de Asdrúbal el joven, sentenciando su sino. Pero el muchacho había dejado de ser de su incumbencia desde Hispania, solo existía Aníbal en su futuro. El carro se sacudió cuando tocó la arena. A lo lejos vio a sus legiones arrasando al enemigo. Pero Aníbal se encontraba inmaculado sobre la duna. Nadie se le acercaba y él no retiraba sus ojos de los del auriga.

El carro avanzó arrojando hacia los costados a todos aquellos que se ponían en su camino, ya fueran aliados o enemigos.

- Un último esfuerzo - rogó el auriga a su esquelético caballo, quien nunca había cambiado la marcha desde el comienzo de esta. De repente el carro comenzó a desvanecerse. No llamó su atención hasta que sus pies se vieron apoyados en el aire. Tampoco le importó demasiado. Ya faltaba poco para alcanzar a Aníbal. Pero este parecía comenzar a desvanecerse. Mientras más se acercaba, más transparente se hacía su figura y la del elefante. Pero ya había llegado demasiado lejos. No iba a rendirse. Desaparecieron las legiones, los cartagineses y el desierto. Todo era oscuridad y lo único que la iluminaba era el fantasma de Aníbal, a pocos metros del auriga. Sacudió las riendas, que no surtieron efecto, y, de repente, el tiempo transcurrió en un segundo y estaba en el lugar donde segundos antes se encontraba el elefante. Pero lo único que allí había era un enorme cuerno de marfil y un cráneo humano, atravesado por una gladius.

El carro no se detuvo y no pudo ver que esa espada era la suya. Muy a lo lejos observo una figura que se iba a la oscuridad de la nada, sola, impotente, exiliada. Gritó su nombre y de repente la figura estaba parada junto a él en el carro. Aníbal puso su brazo izquierdo sobre el hombro de Escipión, sonrió y con su mano derecha señaló un punto de luz nuevo en la oscuridad.

- Allí es a donde vamos – le dijo – a la eternidad.
 
viernes, junio 16, 2006
  Un cuentito
Les dejo este cuentito que escribi para que se diviertan hasta que me den ganas de escribir algo serio.

"Algún dia he de darte mi beso
y por fin descansarás en paz"

La Muerte



La leyenda del Mar Muerto

El anciano se sentó en una gran piedra y, con un gesto, señaló a los niños para que se ubicaran a su alrededor así podía comenzar el relato.

- Muchas veces me preguntaron cómo es posible que los dioses crearan un mar donde nada puede vivir. Hoy he de contarles esa historia.

Desde siempre, el hombre teme a la muerte. Pero hubo alguien que no fue así. Él vio, más allá del vacío rostro algo que nadie más pudo: la absoluta e inconmensurable soledad. Y se enamoró de ella. Al principio, le era esquiva e intentaba no responder a sus muestras de amor, pero al fin sucumbió y quedó atada a él.

Pero llegó el día en que su tiempo terminó, y su alma debió ser reclamada por ella, como todos los demás. Se acercó a él, tomó su rostro con gran dulzura y lo besó en los labios como nunca lo había hecho. Abandonó su cuerpo y la contempló ya no como un ser vivo, sino como un espíritu libre. Y aun la amó más. Ella elevó entonces una plegaria a los dioses por primera y última vez: pidió que se le permitiera mantener el alma de su amado a su lado, para que su eternidad no fuera soledad absoluta. Pero los dioses son caprichosos de su exclusividad en el mercado, y le denegaron la petición, tomando a su amado y llevándolo a donde le correspondía.

Y la muerte se rebeló. Abandonó su función y dejó a los dioses la obligación de reclamar las almas. Pronto todo fue un caos. Al principio se envió a los arcángeles, pero estos, en su coraza de cercanía a la divinidad, eran extremadamente fríos y no ayudaban a los hombres a aceptar su destino en paz. Luego se envió a ángeles de la guardia, pero estos resultaban demasiado sentimentales, y en vez de consolar al hombre, lloraban con él, dificultándole el paso final. Por último se probó con demonios, pero los malvados entes disfrutaban de la muerte y aterrorizaban a las almas. Y así pasaron generaciones.

Pero la muerte se mantenía inmutable en su decisión, por más que todos los dioses de la historia le suplicaran que regresara. Ella había puesto sus condiciones, y si los seres divinos no estaban dispuestos a aceptarlas, ella no habría de dar su brazo a torcer. Hasta que un día, un dios tuvo una inspiración súbita.

La muerte estaba refugiada en una cueva cuando sintió la presencia de un alma y vio a su amado frente a ella. La sonrisa se dibujó en su rostro mientras corría a abrazarlos y besarlo como en otras épocas. Él devolvió las caricias como si fuera el primer encuentro de los que descubren su amor. Pero en un momento, se separó de ella y le dijo:

- ¿Por qué, amor mío, me abandonaste?

- Deseé nunca hacerlo. Rogué a los dioses para que te dejaran a mi lado. Grité a los vientos mi dolor y me arrodille ante la divinidad pidiendo este único favor. Pero ellos son tercos y no accedieron a mi pedido. Juro que nunca te habría dejado de haberme sido posible.

- Pero abandonaste al hombre. Dejaste tu función en mano de seres abominables, sin entendimiento. Amor mío, mi tiempo aquí es limitado, pero si alguna vez me amaste, escúchame. Cada alma que tú buscas, cada dulce beso que entregas, cada caricia... Cada vez que un espíritu deja su cuerpo y puede verte como realmente eres, descubre en ti lo que yo vi. Y todos se enamoran de la muerte cuando al fin logran comprenderte. Yo no te abandono, estoy en ellos eternamente, como mi amor por ti. - Y se desvaneció de sus brazos otra vez.

Sus palabras tocaron su corazón. Reconoció su destino pero con la esperanza de verse amada nuevamente y de ver el rostro de su enamorado en los demás y volvió a cumplir su cometido eterno. Pero cada alma que besaba, cada mirada que la penetraba, eran como puñales en su mismo corazón. Y contenía sus lágrimas hasta que por fin, podía tomar un tiempo para volver a huir y llorar en soledad. Y con los siglos el llanto se acumuló y cubrió su cueva y el valle que la rodeaba. Y siguió creciendo hasta convertirse en el mar que nos rodea. Y aun, algunas noches de tranquilidad, puede oírse el desconsuelo de la muerte, sola y acompañada, en su cueva, eternamente.
 
Historias creadas en momentos de dolor

Aristátoles, Sabio a domicilio
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