Los vi por primera vez en el 172. En ese momento no le presté atención al hombre que sentado frente a mí, frotaba sus manos, hablaba solo, reía y me señalaba. Al día siguiente tomé el 96, para ir a ver a Agustín, un amigo mendocino a quien el destino había enviado a Buenos Aires. Nuevamente había una persona que, con los mismos gestos, me hizo recordar al señor del día anterior.
Llegué al taller de Agustín y le comenté sobre estos hombres.
- No te preocupes. Vos, que venís del campo, no estás acostumbrado a verlos. Acá está lleno. Andan por todas partes, separados mentalmente del mundo.
- Pero, ¿Nadie les presta atención? ¿Nadie hace nada?
-¡No! Esto es Buenos Aires, lo que sobran son locos y perdidos. Y los que no están así, se resignaron a la desesperación. En realidad no sé quien está peor.
- Que ciudad de locos.
- Una ciudad es lo que hacen con ella los que lo habitan. Acordate siempre de eso.
Pasaron un par de días. Los trámites que tenía que hacer para un viaje, me obligaron a quedarme. Creo que era jueves, cuando después de terminar de recoger unos papeles decidí tomar el subte, para acelerar la llegada a casa de mis tíos. Viajaba desde la estación Perú a Plaza Miserere para después empalmar con el tren Sarmiento cuando preste atención al resto de los pasajeros. El vagón iba casi vacío. Solamente estaba yo, una señora con un chico de no más de 10 años y dos hombres, uno en cada punta del carro, que actuaban exactamente igual que los que había encontrado en los colectivos. Extrañamente, esta vez no sentí ningún tipo de ternura por ellos, sino que el miedo empezó a apoderarse de mí. Lentamente transcurrían las estaciones y en Congreso, la mujer y el niño abandonaron el subte, dejándome solo con estos hombres. Miraba desconfiado a ambos, girando la cabeza lentamente, como para no ser demasiado obvio. Estos seguían en sus lugares, hablando solos, riendo y moviendo las manos.
Por suerte el subte llegaba a Plaza Miserere y me puse de pie. Me acerque a la puerta y volví a fijarme la ubicación de los hombres, o seres, aún no sé que son. El subte se detuvo y las puertas se abrieron. Cuando levanté la vista, vi al mismo hombre que dos días antes me había cruzado en el 172. Me miró fijo, sonrió mostrando los destrozados dientes, y me dijo:
- Pronto.
Hace 3 semanas que no salgo de mi habitación. Tengo miedo a esos seres. No sé que pretenden, pero no puede ser bueno. Pero lo que más me asusta es que la semana pasada me crucé con uno de ellos a la vuelta de mi casa en Mendoza. Si alguien llega a leer esto, sepa que no es difícil reconocerlos: llevan la ropa sucia y mal acomodada, el pelo completamente despeinado, los dientes rotos y negros, y, por sobre todas las cosas, están en todas partes.
Nota del autor: Cualquier semejanza con la realidad es preocupante.